A fin de cuentas, él era un hombre lobo y ella una joven desnuda bajo una caperuza roja.
El bosque no ofrecía escondites ni juicios, solo el crujir de hojas húmedas y el susurro de ramas cómplices. Ella no tembló cuando él gruñó; al contrario, sonrió.
—¿Vienes a devorarme, lobo?
—Eso depende —contestó, jadeando—. ¿Vienes a perderte?
Ella soltó la cesta, rebosante de frutas prohibidas y secretos. Él se acercó, sin prisa, olfateando no el miedo, sino el deseo. La luna, testigo impasible, ascendía lentamente.
Y cuando al fin se encontraron en mitad del claro, no hubo cuento ni moraleja. Solo un instinto ancestral: el hambre de lo salvaje y la entrega al bosque, rojo y vivo.
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