domingo, 28 de julio de 2019

Bichos




La infancia bien pudiera ser un espacio amoral e inconsciente. Al menos se puede decir que a ciertas edades es difícil tener conciencia del dolor que puedan sentir algunos seres vivos. Un comentario de mi entrañable amigo Joselu me trajo a la memoria algunas tropelías vividas en mi niñez.

Recuerdo que no me gustaba participar de aquellos desmanes contra los bichillos pero que quizás no me inhibiera contra hormigas y moscas, pues uno de los juegos era hacer arder sobre un palo una botella de plástico y dejar caer las gotas del material derretido sobre las largas filas de hormigas que iban y venían a sus hormigueros, a modo de aviones que bombardearan un convoy militar. Sin llanto ni gemido por parte de los insectos no le suponíamos dolor, aunque sus filas quedaban bastante maltrechas y sus exoesqueletos plastificados. Reconozco apenarme de tal malicia porque con el tiempo los insectos me han servido, incluso, de inspiración lírica.

Pero en mi memoria guardo un decálogo de bárbaras costumbres —de las que siempre me aparté—, en las relaciones de los niños y los insectos, reptiles y hasta mamíferos. Así vi con asombro como tenían por costumbre, algunos chicos, meter tabaco en la boca de las lagartijas y colocar un palito entre sus extremidades a modo de que aparentara ser un guitarrista. Las moscas, saltamontes y otros bichos voladores eran objeto de amputación de miembros, o atados con hilos hasta que se extinguía su vitalidad.

Solían buscar alacranes bajo las piedras porque eran los más implacables depredadores para después, en el mismo recipiente, acompañarlos de arañas, escarabajos, ciempiés, gusanos, hormigas y algún otro insecto que se preciara. Se trataba de saber quién sobrevivía en aquella jungla de seres extraños. El resultado era una orgía de miembros descuartizados y en el epílogo no perduraban ni los ganadores que recibían la muerte como premio por parte de sus captores.

No todos los animales corrían igual suerte. Los niños temían especialmente a las avispas, a las que solían quitar el aguijón y a las abejas. Adoraban a los grillos que alimentaban con lechuga y guardaban en una pequeña jaula. Coleccionaban gusanos de seda que engordaban con las hojas de la moreda. Capturaban y soltaban a las libélulas al igual que a las santateresas. En verano perseguían a las chicharras y por las noches el más preciado tesoro eran las luciérnagas.

Los anfibios, reptiles de tamaño medio, gatos, perros y pájaros, son capítulo aparte.

domingo, 21 de julio de 2019

El tendero de las palabras



La primera vez que me fijé en él lanzaba piropos a un grupo de jovencitas que pasaba frente a su tienda de ultramarinos. En la puerta había colocada una pizarra sostenida sobre una especie de atril de patas cortas. Escrito con tiza, junto al precio del pan, las patatas y el azúcar, se podía leer: «no hay sábado ni mocita sin amor».

El descubrimiento fue una licencia para mi curiosidad y mi imaginación de niño. Cada vez que tenía ocasión volvía a pasar por la calle donde reglaban frases ingeniosas, las mismas que procuraba memorizar para después comentarlas a mis amigos.

Un día tuve que entrar a comprar un kilo de garbanzos para cumplir con un encargo de mamá. El tendero, prodigioso para mí, me agasajó con algunas bromas y me despachó las semillas. Dijo: «un kilo de legumbres y cuarto y mitad de adjetivos para estos garbanzos tiernos y jugosos».

Entonces bajó un bote de cristal lleno de trocitos de papel blanco que estaba colocado en uno de los estantes, entre las latas de conservas, y me lo dio junto con el paquete de garbanzos. «Toma, un regalo», me dijo, mientras pensaba que mejor me hubiera dado un caramelo.

Al salir del comercio, intrigado, desdoblé el papel y dentro estaba escrita una palabra: obnubilar.

domingo, 14 de julio de 2019

Palabra




Pasaba por allí y al mirar, de forma inadvertida, pude ver que la habían echado al cubo de la basura. Supuse que en una época donde la imagen y el ruido son preponderantes, dejaron de usarla.
            Me dio pena y, con cuidado de no mancharme, la rescaté. Luego de haberla limpiado recompuse sus siete letras y la coloqué como título de este cuento por si le hacía falta a alguien.




domingo, 7 de julio de 2019

La escritura circular







Abordó la escritura de un relato sobre un escritor que escribía un cuento. Cuando anotó la palabra título, el escritor de su cuento anotó la palabra título. Durante un instante pensó cómo llamar la narración hasta que decidió bautizarla con el nombre de ‘La escritura circular’. Entonces el protagonista de su historia designó a su creación ‘La escritura circular’. Y empezó a manchar el blanco del papel con las primeras palabras: «Un escritor escribía un cuento sobre un escritor que escribía un cuento que se escribía a sí mismo hasta el infinito».

Un tiempo único

    Nauplio Fernández observó, al despertar, que no se había movido de la cama en toda la noche. Entonces una idea iluminó su cerebro: e...