domingo, 31 de diciembre de 2023

El veneno de la salamanquesa



La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.

«Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú, virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».

Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que traspasara su nuca, un dolor crónico del paso de tiempo humedecido. Agachó la cabeza y entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, «a arrancar esparto», una forma de indicarle «vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por todo lo que nos has hecho pasar».

—¡Mata el bicho! —y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus adentros.

—Has fallado —farfulló irritada la niña.

—Ha sido por tu culpa —replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril que con los años sería una cualidad personal.

—Otra vez lo hago yo, torpe —le reprochó Lucía, con ese enojo de muñequita linda y rubia que aparentaba y los rizos colgando por el cuello. La puesta en duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Daniel una animosidad de gallito impúber, en tanto su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el corredor de la casa hasta donde contendían los niños extinguidores de animales, y su sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la puerta de la casa para descorrer el pestillo.

La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar, presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja de niños esbozando una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad las estrellas sujetas a sus hombreras rojas y en actitud protectora interrogaba a sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de presencia barroca y de mal gusto.

Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los ratos oscuros de vacía soledad. Daniel se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser visto y Lucía se arrebujaba cariñosamente contra su padre.

—Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos —decretó Germán con voz solemne—. Después iremos a visitar a los abuelos.

—Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror − rezumó caprichosa Lucía.

Daniel que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:

—También podríamos ir al mar y visitar a mamá.

La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Lucía estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la frenó.

—Te he dicho muchas veces Daniel − pronunció con empaque y solemnidad Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su aire. Podría estar aquí si ella quisiera... —Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».

Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire a su interior, mientras distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? «Este verano pasa de celulitis. Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta». Desconectó su atención de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada por el tejido roto.

Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática, más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria, distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad. Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura, pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de los sentimientos que por poderle a veces se la comían.

Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos hijos.

—Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta —se lamentaba Rosario—, todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido. Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su

apocado hijo como si fuera un general.

Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato de Rosario. —Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me tildó de salamanquesa que escupía veneno.

—Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones populares que no tienen fundamento alguno —replicó Miguel—, además de que su efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa.

Luego permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.

«Hola Lucía, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?... Yo estoy bien, guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga... ¿Cómo estás Daniel?... Discutes con Lucía... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».

—Mis hijos ya no son mis hijos —les sentenció a Liliana y Miguel—, él se ha encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Daniel, mi pequeño desvalido, él me sigue adorando. Lucía en cambio cada vez pertenece más a ellos, a su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los encierro en mi corazón.

«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio, cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro alíviame esta tristeza».

Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó inmóvil, petrificada frente a la vertiginosa velocidad de los seres cambiantes.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Custodio



Trabajo como segurata a turno corrido de veinticuatro horas y no tengo vacaciones. Mi contrato es eterno. Ni poseo filiación a sindicato alguno ni convenio colectivo y mi jefe es divino, aunque no me paga sueldo. Mi labor consiste en ver sin tocar, oír sin hablar, guardar sin proteger, predecir sin avisar, soportar sin sufrir; percibir lo sentido sin sentir.



Ando en vigilia al descollar el día mientras la gente se encamina a su cárcel de rutinas, próximo al suicida en el momento de colgarse en el vacío, inmediato al niño que gime tras sangrar sus manos por cargar ladrillos una larga jornada, al grito de la parturienta, en el paroxismo de dos cuerpos amándose, en la desesperación del insomne, junto del viejo solitario que se arropa con recuerdos, al lado de las mujeres que cosen prendas en un taller clandestino, atento a quien ríe despreocupado o llora sin motivo, y asisto al miedo infantil.



Oigo los pensamientos del asesino antes de matar, miro cómo oculta el mafioso las ganancias de sus extorsiones, me acerco al presidente de una nación cuando piensa en su autoridad y visito al magnate que se estima todopoderoso.



Escucho el golpe sordo de un cuerpo después de caer al suelo desde un andamio, noto la agonía del enfermo terminal, el pensamiento que enloquece, la exasperación del amante despechado y el tormento de la violada. Sé del absurdo deambular del toxicómano, del fanatismo del terrorista, de la impotencia del parapléjico posterior a su accidente y del dolor de la misma muerte.



Presencio el rosicler del recién nacido y estoy al corriente de la fulgurante emoción de los enamorados, de la radioactiva diversión, del que se sabe alegre, y del que cantando su mal espanta.



Y nada puedo hacer si no pasar como un ángel.

domingo, 17 de diciembre de 2023

Un ladrón en bicicleta



Heredero de la picaresca Jean-Luc se entrega a su destino y es capturado con un tiro en la pierna. Desconocemos su faz, pero sabemos, por las noticias, que su azar ha sucumbido ante la eficaz tarea de la policía de las buenas costumbres. El ingenio era atrevido y sin embargo la sutil balanza de la suerte volcó su fiel hacia el lado hostil de la delincuencia. Había llegado en barco, como un noble marinero que va de puerto en puerto, solitario, midiendo las distancias de la noche por estrellas, quemado su rostro por la sal y por el sol. Bordeando las costas imaginó un ingenioso plan, desembarcó y comenzó a pedalear en bici hacia la ciudad extraña, y observó que las cosas estaban en su sitio. En su lugar el banco. Entró y pidió un gran fajo de billetes para continuar su travesura alrededor del mundo. Todo fue amabilidad y no hubo resistencias. Se marchó feliz, nuevamente pedaleando. Un ciclista no levanta sospechas entre los circunspectos ciudadanos. Sólo un detalle le delató: la memoria olfativa de la cajera que se acordó del olor a salitre.

domingo, 10 de diciembre de 2023

La guerra que viene






Cuando era pequeño siempre tiraba a dar y preferentemente iba con los malos, si bien aquel sueño le convirtió en pacifista de la noche a la mañana. El fantasma de Eduardo, un niño que se ahogó en la acequia donde se bañaban desnudos en verano, se le presentó mojado y pálido en una pesadilla y le contó: la guerra del futuro será la más terrible de todas las batallas. Maléfica porque el efecto destructor de las conflagraciones constantemente ha superado, al menos en un ápice, a la anterior. En un pacto de cordura, las beligerancias deberían hacerse con tirachinas, como las que practicábamos nosotros, por ese poso bélico que alberga el espíritu humano y que de alguna manera tiene que sublimar. Es cierto que la mejor contienda es que no haya ninguna, no obstante, ese ninguna parece conducir a cuando no quede nadie. Probable aseveración para los que han calculado repetidas veces que el tercer conflicto mundial vendrá y sucederá como el más limpio, puesto que, en lo tocante a matar, la muerte aparecerá de la mano de unos átomos respetuosos con el medio ambiente pero letales para la frágil vida humana. Por otra parte, aconseja el viejo dicho «dos no se pelean si uno no quiere» y, sin embargo, no faltará quien azuce y meta baza para sus intereses, hasta llegar al enfrentamiento. Por tanto, la última de las grandes epopeyas bélicas será de risa, aunque muy seria, ya que después de todo lo peor no es perder, sino observar la cara que le queda al perjudicado. Y esa es la esencia de la estrategia: la humillación. En esa conflagración no habrá más fiambres, al conocerse que los muertos dan mala reputación en las noticias del día y, a lo sumo, se morirán de vergüenza, nunca de un balazo letal y traicionero que lo ponga todo salpicado de sangre: bastará que se mueran por el bochorno. Los avances tecnológicos dotarán a los ejércitos de pequeños drones con tal inteligencia que éstos buscarán el cañón del arma enemiga hasta inutilizarla, enviando al enemigo al desempleo. Mediante rayos láser se narcotizará a los soldados contrarios incidiendo en su sistema simpático, lo que les provocará tal entusiasmo que saltarán locos de alegría y desertarán en pos de la fiesta. Generadores de ultrasonidos causarán en los batallones antagonistas, incontenibles descomposiciones, y lanzadores de materia viscosa con cualidades de mucosidad atraparán a la tropa en una bola pegajosa imposible de zafarse. No faltarán tampoco las armas sicológicas con mensajes personalizados al móvil de cada combatiente donde, públicamente, se airearán cuáles son sus defectos, vicios y secretas ruindades siendo reconocidas en todas las redes sociales. Al despertarse se notó aliviado sin saber que había comenzado la guerra que viene.

 

domingo, 3 de diciembre de 2023

Clave de sol








1

Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de las manos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.



2

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio dietario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la vidriera por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días estuvo glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su jaqueca por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La muchacha apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del triunfo y portando exquisitos trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante reputada que arrastraba a las multitudes tras de sí.



3

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña quieta en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos sus cuatro primeros amoríos, que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era para Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta preparada para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora joven de apuestos paladines que consumía a sus enamorados con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá, pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclaje a sus conquistas pues no bebía de un afecto más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de intérprete indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.



4

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El galante iniciático que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella la sublime ternura de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser la pasión iniciática que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento, de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un prometido tras otro.



Gustavo Luis fue la segunda de sus parejas. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además, se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo deportista que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de nena consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las hemicráneas, inventando dolores imaginarios y pesadumbres ilusorias. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada hercúlea con alma de atleta cibernético. Con él disfrutó de los besos desdeñosos y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su hermosura de sensible concertista ni a su cariño de cuento de hadas.



5

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le satisfacía practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente fantasiosa y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de jaqueca insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros, tratando de domesticarlo.



6

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde acompañada de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía colocada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea en el piano tocaba el Preludio número uno en do mayor de Johann Sebastian Bach y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Serenata número trece de Wolfgang Amadeus Mozart y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas del Sueño de Amor de Franz Liszt y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones perdidos. Y si practicaba el Canon en re mayor de Johann Pachelbel, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel. La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del acorazonadas. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida los hombres que asesinó con sus pasiones pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.



Un tiempo único

    Nauplio Fernández observó, al despertar, que no se había movido de la cama en toda la noche. Entonces una idea iluminó su cerebro: e...