Andrea posó sus lábiles dedos
sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto
curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene
ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros
de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número
uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo.
Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos
rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con
desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin
encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se
vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía
ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada
ausencia de los dedos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las
lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa,
escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.
Andrea se levantó del piano
molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose
en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de
suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus
hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su
madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con
amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios
de solfeo y canto coral. El subrepticio diario lo custodiaba Andrea en un
escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la ventana por donde
miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África
Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en
los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días había
estado glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le
rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre
ella y su migraña por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y
semitrinos peciolados. La niña apuntaba en el diario todas las conversaciones
mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella
se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una
afamada modelo recorriendo las pasarelas del éxito y portando arrebatadores
trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se
disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una
bailarina esbelta o una cantante de éxito que arrastraba a las multitudes tras
de sí.
La tarde marcada de un mágico
acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña
sentada en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la
velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las
escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían
crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los
arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel
Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante
juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos en su corazón los cuatro
primeros amores que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que
arruinaban su libérrima alma. El amor era en manos de Andrea una bagatela, algo
friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta dispuesta para ser
consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora muchacha de apuestos paladines
que consumía a sus novios con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando
uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá pero
para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de
anclamiento a sus conquistas pues su corazón no bebía de un amor más exquisito
que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un
ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de pianista indolente, percibía
ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.
Eduardo Jorge fue el amor del
pavo. El primigenio cariño que palideció su vida entera y le originó el primer
descocido en el corazón cuando aún hervía en ella el sublime amor de la
inocencia. Lo dejó, a pesar de ser el amor iniciático que la hacía tremolar
como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus
pretensiones de casamiento. A pesar de la empalagosa descarga de regalos que
volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le
cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y
los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su
migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un novio
tras otro.
Gustavo Luis fue el segundo de
sus novios. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza
las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y
correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además se
complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar,
cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle
versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión.
Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron
delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo gimnasta que masticaba
culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de
celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba,
cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a
la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de
fiesta y sus utopías de niña consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar
en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y
sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las migrañas, inventando
dolores imaginarios y padecimientos ilusorios. Pero a pesar de la esquiva
atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil
se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por
eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada
muscúlea con alma de gimnasta cibernético. Con él disfrutó de los besos
estirados y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca
atendió a su belleza de sensible pianista ni a su cariño de cuento de hadas.
Guillermo Pablo, el último
estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran
cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba
bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con
una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó
engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le
gustaba practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior
de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las
jóvenes rubias de frente soñadora y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo
con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de
Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más
publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un
entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que
la castigara las tardes de migraña insoportable, que le respondiera cuando ella
con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros
y tratando de domesticarlo.
Andrea soñaba entre las líneas
sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida
interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito,
donde en compañía de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes
conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los
conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía sentada en el corazón de la
orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos
gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines
hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes
marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y
arpas licenciadas en álgebra. Andrea sentada al piano tocaba la Edad de la
Ansiedad de Leonard Berstein y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo
filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la
Sonata de los Adioses de Beethoven y la imagen de Víctor Alfredo corría a
sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas de los Amores del
Poeta de Schuman y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las
marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la
sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano
por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones inencontrables. Y si
practicaba el Trino del Diablo, la sonata en sol menor de Tartini, aparecía el
fantasma malhumorado de Ángel Manuel.
La mañana, como en los últimos
cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda.
Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos
y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las
flores del corazón. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida
todos los hombres que había asesinado con sus sentimientos pueriles e inmaduros
mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente
sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.