domingo, 28 de marzo de 2021

Casamentero



No, nunca se casó. Eso sí, tampoco se perdió ni una sola de las bodas de familiares y amigos. Y fueron muchas las ceremonias, a contar por el número de habanos que guardaba con la inscripción de los enlaces, donde en sus vitolas se podían leer los nombres de las parejas y la fecha del casamiento.

Durante años guardó en una vitrina los cigarros puros de aquellas fiestas ampulosas, dicharacheras y rebosantes de alegría y felicidad. A veces los miraba como quien ojea un álbum de recuerdos y hasta se emocionaba, mientras mentalmente proyectaba imágenes de bailes y de risas, de mujeres esmeriladas y hombres beodos, de lágrimas y bendiciones de dicha.

Ahora, en edad crepuscular, se sienta en el pórtico de su soledad a ver morir el día. En ocasiones le llegan noticias de divorcios y separaciones. Va hacia la vitrina donde ya hay algunos huecos y busca el habano enfajado con los nombres de la pareja que ha roto. Vuelve al porche y lo enciende y succiona con vehemencia el humo. Acoge en sus pulmones una gran calada que luego con parsimonia lanza al cielo de amenazante rojez y, en tanto la fumarada se eleva hasta perderse en el espacio, piensa en las cenizas de ese amor.



Cambiar la hora



Siempre recordaré aquella familia, peculiar familia del barrio de mi infancia: los Briones. Su presencia era atrayente porque vivían hacia adentro, hacia esas reglas de intimidad secretas que tanto nos llamaban la atención y nos estimulaban la imaginación.

El clan familiar estaba gobernado por la madre: mujer alta y corpulenta que lucía una gran cabellera plateada, casi blanca; y cuya figura a raíz de la muerte de su hija mayor durante un parto primerizo, se agrandó por su presencia enlutada. Los demás integrantes del núcleo familiar aparecían a la sombra de su voluntad.

Sin ser malos vecinos, entre la chiquillería corrían mil historias fabuladas sobre las cosas que acontecían dentro de aquel domicilio. La más famosa de las anécdotas era que, cada noche, congregaba a todos los parientes difuntos en animada charla y, durante horas, hablaban de asuntos cotidianos igual que si estuvieran vivos.

Cuando fue implantado el primer cambio de horario de verano, los Briones se negaron a aceptar aquella imposición, porque dada su manera de ser iba contra su naturaleza. Y si alguien les preguntaba qué hora era, ellos respondían lo que marcaba su reloj, explicando que se trataba de la hora antigua y no de la nueva. Algo que nos parecía ridículo y poco apropiado para entrar en esa modernización de los usos urbanos.

Pasados los años no solo los entiendo en su rebeldía y, es más, sino fuera porque ahora son solo trazos de recuerdos, me solidarizaría con ellos y me podría en su lugar, para dar la hora antigua al que pasara por la puerta de mi hogar.

domingo, 21 de marzo de 2021

domingo, 14 de marzo de 2021

Mi otro igual

 


Tengo un doble. Lo adquirí en propiedad a una compañía extranjera que publicitó una oferta con un descuento del treinta y tres por ciento de su coste. Eso me hizo pensar que siempre valdría menos que yo.

En principio solo lo usaba para acontecimientos sociales como presentaciones de libros, conferencias, celebraciones onomásticas, bodas, fiestas de aniversario y de graduación. Después comencé a emplearlo en actuaciones como amar a la patria, actos litúrgicos, reivindicaciones, elecciones, degustaciones, reuniones de empresa y citas con los amigos.

Comprobado el rendimiento que obtenía con su explotación, ocupó todas las áreas de mi actividad tanto laboral como familiar. Ahora vivo alejado del mundanal ruido mientras otro ocupa mi lugar.



domingo, 7 de marzo de 2021

Vendido



Beatriz le mostró el pequeño apartamento. Su pelo negro en cascada y su brillante mirada hacían que la vivienda se inundara de objetos y vivencias. Jorge tímido y joven la siguió siempre observando su espalda y la redondez de sus hombros, la suavidad de sus formas bajo la blusa ajustada, sus minúsculos pasos de geisha y su voz casi infantil y cálida. Así fue desde que estuvieron en el portal del edificio. Luego en el ascensor él, con un cierto rubor clandestino, observó de reojo la respiración de sus pechos y la fragancia no muy cara de una perfumería de franquicia. La mujer Beatriz le hablaba y él, embargado por el chapotear de sus frases, se dejaba mojar sin entender la lluvia que lo empapaba.

Ella abrió la puerta del piso con la destreza de quien tiene por hábito hacerlo. Al entrar el eco de la vaciedad hizo que las palabras se anquilosaran, pero cuando Bea dijo que el recibidor distribuía bien la casa porque daba continuidad a los pasillos, lo imaginó colorista y decorado con art déco. Y sobre la mesa una foto de Beatriz joven, más juvenil que ahora, en plenitud de su belleza. «A la derecha está la cocina». Se asomó y la vislumbró con el delantal y las manos manchadas de harina, mientras él le sonreía desde el otro extremo pelando patatas y escurriéndolas bajo el grifo. «Y está el lavadero que es muy luminoso». Entonces Jorge volvió al plano de realidad y vio la pieza que la mujer le indicaba.

Llegaron al salón y Jorge ya no escuchaba sus palabras, aunque sus labios rojos no dejaban de moverse, mientras una escena familiar se proyectaba en su imaginación, primero como flamante pareja y luego con el trajín de una familia cargada en el enfrascamiento de la procreación. «El salón es amplio y tiene esa pequeña terrazita», por donde Jorge creyó ver el mar junto a Bea. «Dos cuartos de baño, uno más reducido y este otro dentro del dormitorio grande», algo que lo acabó por llevar hasta el espacio exterior y por lo que apenas se atrevió a mirar, ya que su contemplación era mucho mejor que la de aquella habitación vacía. «También están otros dos dormitorios más pequeños…», y el cielo, Jorge pensó, en ese instante, existe el cielo.

Tiró de la puerta y un golpe seco y sonoro le hizo reaccionar. «¿Qué le ha parecido?» Quiso decirle «muy bien, amor», y solo asintió con la cabeza. «Pues vamos a mi oficina y firmamos el contrato». «Sí».



miércoles, 3 de marzo de 2021

Clave de sol


Andrea posó sus lábiles dedos sobre la octava baja del piano vertical y comenzó los ejercicios de quinto curso, como cada tarde entre las seis y las ocho de otoño, cuando la luz tiene ese color sepia invertebrado que se cuela como polvillo de arroz por los ventiladeros de la nariz. Interpretaba distraída el allegro maestroso del concierto número uno en mi bemol mayor de Frank Liszt que era donde solía perder más el ritmo. Sentada junto a su migraña, la rubia melena leonada adornada por hilillos rizados de sol que caían en cascada sobre su espalda, Andrea se interrogaba con desesperación qué combinaría el sábado con su blusa de seda verde limón, sin encontrar en el probador de su cabeza la composición definitiva con que se vestiría entre el voluminoso ajuar que atiborraba su armario. La tarde tenía ribetes de violín en los ángulos cenitales y el piano añoraba la descansada ausencia de los dedos frágiles de la niña con pechos de mujer. Sobre las lengüetas azules del cielo sonaba una sinfonía de olores y una anacrusa, escapada del pentagrama, aterrizó sobre el alféizar de la ventana.

Andrea se levantó del piano molesta de encasquillarse en la ambigua escala de mi bemol mayor, empleándose en la escritura furtiva del diario de su migraña, donde anotaba toda clase de suertes desde que la descubriera en el preludio de su pubertad, el día que sus hormonas sexuales optaron por jugar al diábolo. Lo resolvió por rebeldía a su madre que le apercibió de lo ridículo que a su edad resultaban los juegos con amigas imaginarias y le sermoneó con la necesidad de aplicarse en sus estudios de solfeo y canto coral. El subrepticio diario lo custodiaba Andrea en un escritorio caoba que se localizaba entre su piano Petrof y la ventana por donde miraba las pajaritas de papel que regresaban todas las primaveras del África Negra y anidaban en los aleros de los caserones y más recientemente, también en los salientes afilados de los edificios de hormigón. En los últimos días había estado glosando como amanuensa embelesada, el sobresalto de ideas que le rodaban en la cabeza al suponer la compañía de Ángel Manuel caminando entre ella y su migraña por el parque de mordentes florecidos, frondosas bordaduras y semitrinos peciolados. La niña apuntaba en el diario todas las conversaciones mantenidas con la migraña, sus sueños locos de amor y de fortuna, cuando ella se veía como una gran actriz enmarcada por la pantalla de un cinema, o como una afamada modelo recorriendo las pasarelas del éxito y portando arrebatadores trajes de modistos con nombres de lujo, mientras los hombres abajo se disputaban su belleza con halagadores piropos, o quizás también como una bailarina esbelta o una cantante de éxito que arrastraba a las multitudes tras de sí.

La tarde marcada de un mágico acento de luz estaba dominada por los grados tonales del aire. La migraña sentada en la cama de Andrea respiraba fusas y corcheas, negras y blancas a la velocidad que el metrónomo marcaba, mientras contemplaba ensayar a la niña las escalas cromáticas y los arpegios melódicos, cuando sus dedos de cristal hacían crucigramas sobre el arlequinado juego de teclas y se acrecentaban los arrebatadores episodios de melancolía que tanto atolondraban a Andrea. Ángel Manuel era el quinto novio en la cuenta corriente afectiva de su radiante juventud, pero con suerte aún llevaba aprehendidos en su corazón los cuatro primeros amores que fue descartando de su baraja de cariños por aflicciones que arruinaban su libérrima alma. El amor era en manos de Andrea una bagatela, algo friable que el tiempo convertía pronto en corteza muerta dispuesta para ser consumida por el fuego de lo rutinario, soñadora muchacha de apuestos paladines que consumía a sus novios con la fiebre de quien devora una ilusión, buscando uno tras otro el príncipe imposible, el galán de quimera que no vendrá pero para quien hay que estar acicalada y dispuesta. No había para ella causa de anclamiento a sus conquistas pues su corazón no bebía de un amor más exquisito que aquel que ella se dispensaba para sí y sólo se asentaba en su conciencia un ligero rumor de culpa cuando, desde su vanidad de pianista indolente, percibía ahogarse en el dolor a alguno de sus frustrados pretendientes.

Eduardo Jorge fue el amor del pavo. El primigenio cariño que palideció su vida entera y le originó el primer descocido en el corazón cuando aún hervía en ella el sublime amor de la inocencia. Lo dejó, a pesar de ser el amor iniciático que la hacía tremolar como un flan chino, porque la atormentaba con sus sentimientos posesivos y sus pretensiones de casamiento. A pesar de la empalagosa descarga de regalos que volcaba sobre ella y de las cajas chinas de bombones con licor asiático que le cambiaba el color de sus pupilas de un glauco templado a un opalino meloso y los palitos de sándalo con olor a clementina. La niña solía confesar a su migraña con desgana que nunca se casaría por lo que fue enterrando un novio tras otro.

Gustavo Luis fue el segundo de sus novios. Se encariñó con él porque le recortaba ocasos de papel de estraza las tardes que la migraña de Andrea se sublimaba más de lo acostumbrado y correteaba como loca por la habitación de paredes pálido rosa. Además se complacía Gustavo Luis en llevarla a distinguir entre las líneas del mar, cuando el horizonte acuoso se confunde con lo celeste del cielo y hacerle versos que rimaban con los anuncios de modas y perfumes emitidos en televisión. Perdió a Gustavo Luis en un hipermercado un día que las rebajas le plantaron delante de su cara a Víctor Alfredo, un apolíneo gimnasta que masticaba culturismo, sudaba con los ojos rubios y posaba como las mariposas en época de celo. Pero Víctor Alfredo casi nunca escuchaba lo que Andrea le confesaba, cuando apremiada por sus padecimientos, narraba las veleidades de su migraña a la entrada de los solsticios, algo que le hacía arruinar todos sus sueños de fiesta y sus utopías de niña consentida. Víctor Alfredo sólo vivía para pensar en sí mismo y en sus estirados músculos de goma de mascar americana y sospechaba que Andrea fantaseaba con el sueño de las migrañas, inventando dolores imaginarios y padecimientos ilusorios. Pero a pesar de la esquiva atención a Andrea, boquiabierta, se le caía la baba cuando el gimnasta dúctil se paraba delante de ella moviendo sus bíceps como en una coreografía rusa. Por eso el día que lo conoció se quedó clisada, tonta de amor, ante aquella fachada muscúlea con alma de gimnasta cibernético. Con él disfrutó de los besos estirados y de las genuflexiones amorosas, y sin embargo Víctor Alfredo nunca atendió a su belleza de sensible pianista ni a su cariño de cuento de hadas.

Guillermo Pablo, el último estreno en tecnicolor de su corazón, tenía una sonrisa de motocicleta de gran cilindrada y se ocupaba en pasar modelos de alta costura masculina. Gustaba bromear con Andrea en un francés gutural de bachillerato. Alto, bien hecho, con una pincelada de camionero criado en el seno de una familia acomodada, creyó engatusar a Andrea con ese fingimiento de seductor de segunda fila que tanto le gustaba practicar. Guillermo Pablo hizo como si comprendiera el mundo interior de la chica pianista, como si aceptara que las migrañas son compañeras de las jóvenes rubias de frente soñadora y fisonomía de muñeca. Por eso se entretuvo con ella en los desfiles de moda puntuando los defectos de las rivales de Andrea y en las salas de fiesta donde se bailan los ritmos mecánicos más publicitados en las cadenas de radio. Pero para Andrea aquello fue un entretenimiento porque buscaba a un hombre de carácter fuerte y dominante que la castigara las tardes de migraña insoportable, que le respondiera cuando ella con actitud supuestamente sumisa lo engañara desde el fondo de sus ojos claros y tratando de domesticarlo.

Andrea soñaba entre las líneas sonrientes que las partituras musicales desplegaban ante su mirada, una vida interpretada en clave de sol, en la línea para el registro más agudo del éxito, donde en compañía de su migraña actuaba como admirada solista de los grandes conciertos que hacían llorar al público por la emoción compungida en los conductos milimétricos de la sensibilidad. Se veía sentada en el corazón de la orquesta rodeada de bajos con barba de chivo y tenores sordos, de sopranos gordísimas y contraltos de perfil teutón. Ella, la musa, envuelta en violines hirientes, trompas succionadoras de silencios, cornos ingleses y oboes marchitos, flautas ladinas y trompetas circunspectas, contrabajos atléticos y arpas licenciadas en álgebra. Andrea sentada al piano tocaba la Edad de la Ansiedad de Leonard Berstein y palpaba al modelado Guillermo Pablo haciendo filigranas en el anuncio de una valla publicitaria. Ensayaba los compases de la Sonata de los Adioses de Beethoven y la imagen de Víctor Alfredo corría a sentarse a su lado. Apenas hacía sonar las primeras notas de los Amores del Poeta de Schuman y la mirada de Gustavo Luis venía tropezando con las marquesinas de los autobuses hasta posarse en su piano de cola. El sonido de la sonata del Sur le hacía sentir cómo Eduardo Jorge la volvía a tomar de la mano por primera vez para llevarla con sigilo por los rincones inencontrables. Y si practicaba el Trino del Diablo, la sonata en sol menor de Tartini, aparecía el fantasma malhumorado de Ángel Manuel.

La mañana, como en los últimos cincuenta años, despertó en clave de la segunda línea pinturera y oronda. Andrea caminaba polifónica en busca de su cita por el parque de los heliotropos y amarantos, de las caléndulas y los lirios, de las flores del aire y de las flores del corazón. Ociosa al mundo que la rodeaba, Andrea contaba entretenida todos los hombres que había asesinado con sus sentimientos pueriles e inmaduros mientras esperaba la cita de su último amor. Pero ahora estaba verdaderamente sola desde que su migraña la abandonó un día con la llegada de la menopausia.

Un tiempo único

    Nauplio Fernández observó, al despertar, que no se había movido de la cama en toda la noche. Entonces una idea iluminó su cerebro: e...