El pequeño Borges pasó junto al espejo y se descubrió frente a un hombre ciego.
Parpadeó, pero el reflejo no imitó su gesto. En su lugar, el hombre alzó un libro invisible y murmuró palabras que el niño aún no conocía.
—¿Quién eres? —preguntó Borges, curioso.
—Soy lo que leerás cuando crezcas —respondió el reflejo—. Y lo que olvidarás cuando escribas.
El niño dio un paso atrás. El espejo se volvió opaco. Desde entonces, Borges jugó menos con los soldaditos y más con las palabras.
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