domingo, 27 de febrero de 2022

El domesticador



Guardó la mentira en un bolsillo de su americana y cada vez que metía la mano sentía dolor en los dedos por su mordedura. Decidió entonces alimentarla con certezas y la domesticó. Ahora sus mentiras son mansas y ya no muerden a nadie.



martes, 22 de febrero de 2022

Lectura nocturna


La noche parecía tranquila. El celador leía distraído una novela de Franzen que le habían recomendado. Ningún signo de inquietud en la residencia.
—La mayoría de los libros actuales tienen el aspecto de haberse escrito en un solo día con libros leídos la víspera ―dijo una voz.
—¿Y tú quién eres— preguntó mientras levantaba la vista de la lectura con desgana.
—Soy el fantasma de Chamfort— respondió la voz con aplomo.
—Vaya, siempre he querido conocer a una celebridad y saber su punto de vista sobre la experiencia del mundo.
—El mundo está compuesto por dos grandes clases: aquellos que poseen más comida que apetito, y los que tienen más apetito que comida.
—Y así nos va aunque no estemos conforme.
—A dos cosas hay que acostumbrarse, so pena de hallar intolerable la vida: a las injurias del tiempo y a las injusticias de los hombres.
—Pero nadie escarmienta en cabeza ajena.
—El hombre llega novato a cada edad de la vida; cada edad tiene su aprendizaje.
―Extraña naturaleza.
—El hombre es un necio animal, si juzgo por mí.
―Eso puede cambiar.
—El cambio de moda es el impuesto que la industria de la gente pobre carga sobre la vanidad del rico.
―Es usted un genio.
—La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras.
―Siempre es necesario pararse a pensar en esos y otros asuntos.
—Todos los días aumento la lista de las cosas que no hablo nunca. El mayor filósofo es aquel cuya lista es más larga.
―La meditación es un buen ejercicio.
—La vida contemplativa es a menudo miserable. Es preciso obrar más, pensar menos y no mirarse vivir.
―Es un poco contradictorio, si me permite, lo que dice.
—Las pasiones hacen vivir al hombre, la sabiduría sólo le hace dudar.
―Placer, dolor, mire lo que me rodea.
—Goza y haz gozar sin causar daño ni a ti ni a nadie; eso es a mi entender toda moral.
El celador se sorprendió vencido por el sueño y levantó de repente la cabeza que se inclinaba hacia el libro. Lo cerró y pensó que todo había sido fruto de una mala lectura.



domingo, 13 de febrero de 2022

Iliteratos



Provskoye es un pueblo donde todos sus habitantes son analfabetos y nadie sabe leer ni escribir. El nueve de enero de 1869 del calendario juliano el termómetro marcaba menos catorce grados centígrados, pero como la vecindad no conoce los números no entienden muy bien si hace poco o mucho frío. Se arropan por la costumbre del invierno. 



Las casas de madera con sus techos azules y rojos cobijan a numerosos pobladores aunque por la soledad siberiana de sus calles parece lo contrario, un lugar desérticamente blanqueado por la nieve y pintado de álamos negros y abetos. 



Entre los aspectos más desoladores está el hecho de no recibir cartas porque nadie las escribe y si llega alguna nadie puede descifrar sus grafismos, por lo que el papel es utilizado para encender las estufas de carbón, igual que el de los pocos periódicos que pueden dejar estrafalarios viajeros. En toda la zona no existe libro alguno y sus moradores desconocen a los grandes genios literarios y sus obras. 



Tampoco existe un registro de la propiedad y se da por sentado que la pertenencia es la que es, sin ponerla en duda, porque lo que es de uno es de uno y no es de los demás. Los medicamentos son marcados con ideogramas para no confundirlos. 



Nadie puede leer la Biblia y por tanto cada persona reza para sí lo que entiende o quiere sin tener que edificar iglesia alguna. Niños, mujeres y hombres, están igualados en ignorancia. 



Su historia no está escrita y sus gentes cuentan oralmente los sucesos más importantes que se van perdiendo con el paso de las generaciones en sus trescientos años de existencia. 

Viven de trabajar la tierra cuando el clima lo permite y cuidan de sus caballos que les sirven para ir a comprar provisiones al poblado vecino que se aparta medio centenar de kilómetros. 



Una tarde de finales de verano, las nubes esparcidas sobre la estepa del cielo que repartía una luz difusa, algo sorprendente ocurrió. No se trataba de la llegada de la luz eléctrica que aún no estaba inventada o de la máquina de escribir, tampoco la venida de un vehículo con motor de gasolina. No era una gran autoridad ni un profeta. 



En el alejado horizonte sobre su montura, lentamente una figura se fue haciendo mayor hasta llegar a la altura de dos aldeanos eternos. 

—Es el maestro que viene al pueblo —advirtió el primero. 

—Se acabó la tranquilidad.

 

 

domingo, 6 de febrero de 2022

Retornada




Nos conocíamos desde la época escolar y le perdí el rastro en la universidad. Había regresado a la ciudad tras medio siglo ausente, sola y enferma. Tenía dos hijas pero estaban lejos, una trabajaba como doctora en Suecia y la más pequeña, pintora, vivía en Nueva York (la gente, ya se sabe, tiene preferencia por vivir en los lugares más insólitos). 

La vi sentada en el porche de su casa y apenas la reconocí. Había vuelto después de enviudar. Fue ella la que me llamó la atención: 

—Sigues igual, no has cambiado nada. 

—Ni tú tampoco— le mentí, consciente de que mi mentira le sentaría bien. 

No era la misma, es más, su rostro no guardaba recuerdo alguno de juventud. Incluso llegué a dudar sobre su identidad hasta que fue desgranando un manojo de anécdotas que derribaron mis vacilaciones. Perdía vista y se estaba quedando ciega a pasos acelerados. Leer era lo que más añoraba y ya no lo podía hacer, por lo que le propuse usar audio libros, algo que rechazó porque no se llevaba bien con la tecnología, así que acordamos que pasaría algunas tardes a realizar una lectura de los libros que más interés le despertaran. Me pidió nombres, sobre todo de mujeres: Matute, Beauvoir, Bazán, Highsmith, Gaite, Lessig, Zambrano, Berlín… Los textos fueron cayendo como fruta madura. 

—La lectura que realizo ahora es este mismo relato—. Ella entonces me interrumpió. 

—¡Alto! ¡alto! ¡alto! Eso que haces es muy borgiano y aunque es un escritor a quien admiro soy más de escuchar Cortázar pero sin frenillo en la voz. 

—No puedo hacer nada porque el relato se está escribiendo solo. 

Un tiempo único

    Nauplio Fernández observó, al despertar, que no se había movido de la cama en toda la noche. Entonces una idea iluminó su cerebro: e...