El dolor llama a mi puerta y aunque no le abro, entra y lo ocupa todo. Me vence, me vuelve contra mí y me hace otro. No me suelta ni un instante, agazapado dentro, invisible, secreto. Termina con la lucidez física y hace que me arrastre por los pasillos del miedo y la preocupación. Vuelve rígido el pensamiento y lo fija en una única dirección que no parece tener alcance. Es una habitación vacía, una fuente sin agua, un pensar en la nada, la caída sin fondo, el reloj ciego, la afónica palabra, es un arder sin fuego, la noche sin silencio, el tuétano hueco. Entonces la vida sobrevive en la angostura, en el deceso de la paz, en el solitario deseo de acabar.
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