En aquella casa el cartero solo llamó una vez.
Nadie lo notó, salvo ella. El timbre sonó breve, como una advertencia, y la carta quedó sobre la mesa, intacta, sin abrir. En el aire, la quietud de las cosas que no han sido confesadas. No hubo sobresaltos ni segundas oportunidades, solo el rumor de la rutina y el eco de lo que pudo haber sido.
A diferencia de la historia de Frank y Cora donde el destino insiste y retorna, aquí el destino fue discreto, casi tímido. No hubo segunda llamada, ni telegrama fatídico, ni redención ni tragedia anunciada. La fatalidad pasó de largo, o quizá fue ignorada. En esa casa, la vida siguió su curso sin sobresaltos, como si el cartero, ese mensajero del destino, hubiese decidido que una sola visita bastaba para sellar el futuro.
Quizá por eso, nadie en ese hogar supo nunca que, a veces, la tragedia se disfraza de silencio y la suerte de rutina. Porque solo en las casas donde el deseo y la culpa arden, el cartero insiste. Aquí, la puerta nunca volvió a sonar.
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