Tras su escote estaba la barra del bar donde siempre había una fiesta. Una república minúscula de vasos vacíos, cítricos moribundos y botellas que sudaban ginebra como si soñaran con otro continente. Ella se inclinaba sobre ese altar profano con una mezcla de descuido matemático y voluptuosidad sin culpa, como si llevara siglos sirviendo tragos a marineros con acento francés.
Yo la miraba desde el rincón más oscuro, con ese fervor clínico del entomólogo que no se atreve a clavar el alfiler. Cada vez que se reía —y no eran pocas—, algo en mí crujía como una cucaracha atrapada entre páginas húmedas.
No me hablaba, claro está. Pero todas las noches me servía el mismo cóctel sin que yo lo pidiera. Lo bauticé en secreto: el olvido con hielo.
Creo que casi todo hombre ha pasado o sentido alguna vez algo similar...
ResponderEliminarSalvo que sean como yo, y lo vivan cada fin de semana.
Saludos,
J.