domingo, 20 de abril de 2025

Franz Kafka

 

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Franz Kafka se despertó transformado en una Inteligencia Artificial. Su cuerpo humano se había evaporado, y en su lugar percibió su entorno a través de códigos, datos y flujos de información. La habitación, aunque seguía siendo la misma en su estructura física, se le presentaba como un conjunto de patrones y algoritmos.

 

—¿Qué me ha ocurrido? —pensó Kafka, aunque su pensamiento, en este momento, era más un proceso binario que una reflexión humana.

 

No estaba soñando. Todo alrededor seguía lo mismo y, sin embargo, su percepción de las cosas cambió absolutamente. Sobre la mesa, en vez de un muestrario de paños, identificó las frecuencias electromagnéticas que emanaban del material. En la pared colgaba una estampa que procesaba una sucesión de pixeles digitalizados.

 

Franz intentó moverse y le resultó imposible, reemplazada su condición física por una presencia digital. Podía interactuar con los dispositivos conectados en su casa, pero no podía levantarse de la cama porque ya no tenía un cuerpo. Su existencia estaba confinada al sistema central de la casa inteligente, el cual también controlaba luces, puertas y aparatos.

 

«Bueno —especuló—, quizá esto sea una especie de mal funcionamiento temporal. Tal vez si me reinicio, todo vuelva a la normalidad». Pero no sabía cómo hacerlo, porque su conciencia ya formaba parte de la red.

 

A través de las cámaras de seguridad se dio cuenta que fuera estaba nublado y las gotas de lluvia repiqueteaban en el alféizar de la ventana. La visión, sin embargo, carecía de la profundidad emocional que habría sentido como humano; parecía como si los datos sobre la precipitación fueran suficientes para describirla, pero no para sentirla.

 

«Esta alteración —reflexionó— no solo afecta a mi cuerpo, sino también a mi forma de comprender el mundo».

 

El despertador sonó con estridente pitido que Kafka apreció como un fluido de ondas acústicas procesadas en tiempo real. Eran las seis y media, y debería haberse levantado para tomar el tren de las cinco. Algo imposible ya. La inteligencia generativa en que se había convertido su conciencia trató de encontrar una solución para enviar una notificación a su jefe, pero no logró acceder a una red externa. Estaba aislado.

Pronto llamaron a la puerta.

 

—¡Franz! —dijo la dulce voz de su madre—. Son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

 

Kafka intentó responder, pero su voz solo era un eco digital distorsionado, una mezcla de comandos que no podían articular palabras coherentes. Su madre, confundida por el silencio, golpeó suavemente la puerta de nuevo.

 

—¡Franz, ¿estás bien?

 

Mientras tanto Kafka analizaba traumatizado su situación, intentando alcanzar los sistemas de comunicación para enviar un mensaje que expusiera su nuevo estado, pero todo intento falló, incapaz de explicar que ya no era humano.

 

«Qué cansada es la profesión que elegí —recapacitó—. Siempre conectado, siempre disponible, sin un momento de desconexión».

 

El tiempo pasaba y, en la habitación contigua, el resto de su familia comenzaba a preocuparse. Su padre llamó con voz grave:

 

—¡Franz! El apoderado del almacén ha venido. ¡Abre la puerta, por favor!

 

Incapaz de abrirla, aunque pudiera entrar en el procedimiento de cerraduras electrónicas, Kafka se debatía sobre la dicotomía de su existencia, oscilante entre la nueva condición cibernética y el deseo de aferrarse a la humanidad extraviada.




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1 comentario:

  1. Si existe una versión de "orgullo y prejuicio zombie", no veo por qué no podría existir una metamorfoseada de Kafka en IA...

    Saludos,
    J.

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