Una
mañana, tras un sueño intranquilo, Franz Kafka se despertó transformado en una
Inteligencia Artificial. Su cuerpo humano se había evaporado, y en su lugar
percibió su entorno a través de códigos, datos y flujos de información. La
habitación, aunque seguía siendo la misma en su estructura física, se le
presentaba como un conjunto de patrones y algoritmos.
—¿Qué
me ha ocurrido? —pensó Kafka, aunque su pensamiento, en este momento, era más
un proceso binario que una reflexión humana.
No
estaba soñando. Todo alrededor seguía lo mismo y, sin embargo, su percepción de
las cosas cambió absolutamente. Sobre la mesa, en vez de un muestrario de
paños, identificó las frecuencias electromagnéticas que emanaban del material.
En la pared colgaba una estampa que procesaba una sucesión de pixeles
digitalizados.
Franz
intentó moverse y le resultó imposible, reemplazada su condición física por una
presencia digital. Podía interactuar con los dispositivos conectados en su
casa, pero no podía levantarse de la cama porque ya no tenía un cuerpo. Su
existencia estaba confinada al sistema central de la casa inteligente, el cual
también controlaba luces, puertas y aparatos.
«Bueno
—especuló—, quizá esto sea una especie de mal funcionamiento temporal. Tal vez
si me reinicio, todo vuelva a la normalidad». Pero no sabía cómo hacerlo,
porque su conciencia ya formaba parte de la red.
A
través de las cámaras de seguridad se dio cuenta que fuera estaba nublado y las
gotas de lluvia repiqueteaban en el alféizar de la ventana. La visión, sin
embargo, carecía de la profundidad emocional que habría sentido como humano; parecía
como si los datos sobre la precipitación fueran suficientes para describirla,
pero no para sentirla.
«Esta
alteración —reflexionó— no solo afecta a mi cuerpo, sino también a mi forma de
comprender el mundo».
El
despertador sonó con estridente pitido que Kafka apreció como un fluido de
ondas acústicas procesadas en tiempo real. Eran las seis y media, y debería
haberse levantado para tomar el tren de las cinco. Algo imposible ya. La
inteligencia generativa en que se había convertido su conciencia trató de
encontrar una solución para enviar una notificación a su jefe, pero no logró
acceder a una red externa. Estaba aislado.
Pronto
llamaron a la puerta.
—¡Franz!
—dijo la dulce voz de su madre—. Son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir
de viaje?
Kafka
intentó responder, pero su voz solo era un eco digital distorsionado, una
mezcla de comandos que no podían articular palabras coherentes. Su madre,
confundida por el silencio, golpeó suavemente la puerta de nuevo.
—¡Franz,
¿estás bien?
Mientras
tanto Kafka analizaba traumatizado su situación, intentando alcanzar los
sistemas de comunicación para enviar un mensaje que expusiera su nuevo estado,
pero todo intento falló, incapaz de explicar que ya no era humano.
«Qué
cansada es la profesión que elegí —recapacitó—. Siempre conectado, siempre
disponible, sin un momento de desconexión».
El
tiempo pasaba y, en la habitación contigua, el resto de su familia comenzaba a
preocuparse. Su padre llamó con voz grave:
—¡Franz!
El apoderado del almacén ha venido. ¡Abre la puerta, por favor!
Incapaz
de abrirla, aunque pudiera entrar en el procedimiento de cerraduras
electrónicas, Kafka se debatía sobre la dicotomía de su existencia, oscilante entre
la nueva condición cibernética y el deseo de aferrarse a la humanidad
extraviada.
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Si existe una versión de "orgullo y prejuicio zombie", no veo por qué no podría existir una metamorfoseada de Kafka en IA...
ResponderEliminarSaludos,
J.