domingo, 28 de marzo de 2021
Cambiar la hora
Siempre recordaré aquella familia, peculiar familia del barrio de mi infancia: los Briones. Su presencia era atrayente porque vivían hacia adentro, hacia esas reglas de intimidad secretas que tanto nos llamaban la atención y nos estimulaban la imaginación.
El clan familiar estaba gobernado por la madre: mujer alta y corpulenta que lucía una gran cabellera plateada, casi blanca; y cuya figura a raíz de la muerte de su hija mayor durante un parto primerizo, se agrandó por su presencia enlutada. Los demás integrantes del núcleo familiar aparecían a la sombra de su voluntad.
Sin ser malos vecinos, entre la chiquillería corrían mil historias fabuladas sobre las cosas que acontecían dentro de aquel domicilio. La más famosa de las anécdotas era que, cada noche, congregaba a todos los parientes difuntos en animada charla y, durante horas, hablaban de asuntos cotidianos igual que si estuvieran vivos.
Cuando fue implantado el primer cambio de horario de verano, los Briones se negaron a aceptar aquella imposición, porque dada su manera de ser iba contra su naturaleza. Y si alguien les preguntaba qué hora era, ellos respondían lo que marcaba su reloj, explicando que se trataba de la hora antigua y no de la nueva. Algo que nos parecía ridículo y poco apropiado para entrar en esa modernización de los usos urbanos.
Pasados los años no solo los entiendo en su rebeldía y, es más, sino fuera porque ahora son solo trazos de recuerdos, me solidarizaría con ellos y me podría en su lugar, para dar la hora antigua al que pasara por la puerta de mi hogar.
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