domingo, 6 de febrero de 2022

Retornada




Nos conocíamos desde la época escolar y le perdí el rastro en la universidad. Había regresado a la ciudad tras medio siglo ausente, sola y enferma. Tenía dos hijas pero estaban lejos, una trabajaba como doctora en Suecia y la más pequeña, pintora, vivía en Nueva York (la gente, ya se sabe, tiene preferencia por vivir en los lugares más insólitos). 

La vi sentada en el porche de su casa y apenas la reconocí. Había vuelto después de enviudar. Fue ella la que me llamó la atención: 

—Sigues igual, no has cambiado nada. 

—Ni tú tampoco— le mentí, consciente de que mi mentira le sentaría bien. 

No era la misma, es más, su rostro no guardaba recuerdo alguno de juventud. Incluso llegué a dudar sobre su identidad hasta que fue desgranando un manojo de anécdotas que derribaron mis vacilaciones. Perdía vista y se estaba quedando ciega a pasos acelerados. Leer era lo que más añoraba y ya no lo podía hacer, por lo que le propuse usar audio libros, algo que rechazó porque no se llevaba bien con la tecnología, así que acordamos que pasaría algunas tardes a realizar una lectura de los libros que más interés le despertaran. Me pidió nombres, sobre todo de mujeres: Matute, Beauvoir, Bazán, Highsmith, Gaite, Lessig, Zambrano, Berlín… Los textos fueron cayendo como fruta madura. 

—La lectura que realizo ahora es este mismo relato—. Ella entonces me interrumpió. 

—¡Alto! ¡alto! ¡alto! Eso que haces es muy borgiano y aunque es un escritor a quien admiro soy más de escuchar Cortázar pero sin frenillo en la voz. 

—No puedo hacer nada porque el relato se está escribiendo solo. 

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