Cada fin de semana al salir a tomar copas con Daniel me repetía, como en una especie de ritual, que en algún lugar de esta o de otra ciudad, estaba seguro había una mujer afín a él, cuyo encuentro desembocaría en una noche de amor.
Siempre pedía lo mismo: un artilugio capaz de averiguar quién era y dónde estaba. Algo que de tan sólo imaginarlo lo hacía feliz.
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