Primero fue lo del abuelo chino. Nadie le vio morir y menos enterrarle, pero un día dejó de toser en el balcón. ¿Alguien ha visto sepultar a un chino en este país? Después fue lo de los rollitos de primavera ¿cómo podían saber igual en cualquier restaurante chino donde fueras? Luego estaba la cara de la simpática camarera que te ofrecía un chupito de licor de lagarto al terminar la comida y que siempre era la misma, pero que cada vez parecía como si hubiera una nueva. Para terminar no me explicaba cómo podían cocinar tan rápido y quién guisaba porque para tantos platos faltaban manos. Y entonces estuve observando el reloj de la pared, que siempre adelantaba siete minutos, y pensé que quizás era la hora de China, porque cuando llegabas a las tres y media, ya estaban cerrando. Pero ¿cómo cerraban si nunca los habías visto abrir? Yo pasaba por la mañana y ya estaban allí, con el mismo vapor de siempre, y por la noche, al volver, la puerta ya tenía la cerradura puesta pero ellos seguían dentro, moviéndose detrás del cristal empañado. Alguna vez les llamé a timbrazo vivo, y aquella muchacha que siempre era la misma pero distinta a la vez, bajó la persiana con un gesto que no era de enfado ni de prisa, sino de alguien que cumple una ley que uno desconoce. Y el dinero tenía que ser exacto si pedías para llevar y no llevabas el dinero exacto, te miraban sin pestañear hasta que sacabas otro billete y entonces te daban el cambio sin contarlo, porque ya sabían de antemano cuánto tenías en el bolsillo. Llegué a pensar que el lagarto del licor no era lagarto, sino algo que les sobraba del guiso, un trozo de algo que no habías pedido pero que igual sabía. Y así, con estos pensamientos, dejé de pasar por delante. No porque tuviera miedo, sino porque el misterio me había hecho perder el apetito, y es difícil comer sin hambre en un lugar donde hasta el tiempo parece contarse con otros utensilios.
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