Apresado en un reloj de arena se hundió en el tiempo.
Intentó escalar los granos, pero cada segundo era un alud. Al principio gritó; luego tosió años. Finalmente, comprendió que nadie lo había encerrado: él mismo se dio la vuelta.
Apresado en un reloj de arena se hundió en el tiempo.
Intentó escalar los granos, pero cada segundo era un alud. Al principio gritó; luego tosió años. Finalmente, comprendió que nadie lo había encerrado: él mismo se dio la vuelta.
La novelista, emocionada con lo que escribía, comenzó a llorar hasta que se le borraron las palabras.
El papel, empapado, se volvió mar. Las frases se disolvieron como cuerpos en la niebla. Quedó solo la sal, la tinta suspendida en un silencio espeso.
No intentó recuperar lo escrito. Sabía que lo importante no era la historia, sino ese momento en que la emoción la superaba, la arrastraba lejos de sí, hasta un lugar donde ya no era autora, ni mujer, ni voz: solo llanto.
Y ahí, en ese abismo húmedo, comprendió que la literatura también puede escribirse con lo que no se dice.
Se armó de valor y le disparó al miedo hasta matarlo.
El miedo cayó de espaldas con teatralidad impecable, como si supiera que estaba en una historia moral. Pero antes de desvanecerse, sonrió.
—¿Y ahora quién te advertirá de los acantilados?
Entonces el hombre, valiente y solo, miró a su alrededor y notó que el mundo era más amplio… y mucho más peligroso. Sin el miedo, todos los precipicios parecían caminos, y cada sombra, un atajo.
Al anochecer, se sentó en una banca a escribir una elegía para su enemigo caído. Fue breve: “Murió el miedo. Nació el juicio”. Luego se levantó y volvió a temblar, esta vez con sabiduría.
Al soñar es feliz y sintiéndose feliz cree que sueña.
Así vive, en un vaivén donde la vigilia es apenas una pausa entre milagros. Cada mañana despierta con restos de luna en las pestañas y palabras que no recuerda haber escrito.
Le han dicho que debe aterrizar, pero quién puede caminar entre relojes sin deshilvanar el tiempo.
Quizá nunca lo sepa. Quizá no importe. Porque cuando cierra los ojos —en pleno día o en mitad de una frase— vuelve a ese lugar donde la realidad no la despierta, solo la abraza.
Después de la metamorfosis, Kafka decidió adoptar a Gregorio Samsa como mascota.
Le construyó una caja de madera con barrotes de culpa y le leía cada noche fragmentos de su diario, esperando una reacción. Gregorio, con sus múltiples patas, escribía respuestas en la condensación del cristal, pero Kafka jamás las entendía.
—Eres más honesto ahora —le decía—. Menos humano, pero más verdadero.
A veces, lo sacaba a pasear por los corredores de su mente, donde otros insectos parecidos a él zumbaban ideas sin terminar. Kafka los saludaba con respeto. Sabía que, en su interior, todos eran versiones de sí mismo que nunca lograron publicarse.
Cuando adelantó el reloj se le movió la vida y supo entonces que estaba muerto en esa hora. A las dos fue padre, a las tres viudo, a las cua...