Esperó sentado a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo y lo que presenció fue su propio funeral.
El cortejo avanzaba en silencio, rostros conocidos evitando su mirada. Iban vestidos de luto, pero lo que más le dolió fue ver a su enemigo al frente, cargando la esquela con dignidad contenida.
—¿Cómo es posible? —se preguntó—. ¿Estoy muerto… o vencido?
Nadie respondió. El viento recogía las flores caídas y un niño, curioso, se acercó y atravesó su cuerpo sin notarlo.
Entonces comprendió: el odio no muere, pero sí puede enterrar.