Cada vez que pasaba por aquella
boca de metro escupía en el sombrero vacío del pedigüeño. Harto el mendigo de
ver el gesto repetido, un día le preguntó por qué lo hacía. «Yo al menos te
regalo mi desprecio, el resto nada».
Nauplio Fernández observó, al despertar, que no se había movido de la cama en toda la noche. Entonces una idea iluminó su cerebro: e...
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