Cada vez que pasaba por aquella
boca de metro escupía en el sombrero vacío del pedigüeño. Harto el mendigo de
ver el gesto repetido, un día le preguntó por qué lo hacía. «Yo al menos te
regalo mi desprecio, el resto nada».
—Ay, ay —el paciente no paraba de quejarse. —Ya no le dolerá más —dijo el médico mientras le extirpaba las interjecciones. Con precisión cas...
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