La primera vez que me fijé en él
lanzaba piropos a un grupo de jovencitas que pasaba frente a su tienda de
ultramarinos. En la puerta había colocada una pizarra sostenida sobre una
especie de atril de patas cortas. Escrito con tiza, junto al precio del pan,
las patatas y el azúcar, se podía leer: «no hay sábado ni mocita sin amor».
El descubrimiento fue una
licencia para mi curiosidad y mi imaginación de niño. Cada vez que tenía
ocasión volvía a pasar por la calle donde reglaban frases ingeniosas, las
mismas que procuraba memorizar para después comentarlas a mis amigos.
Un día tuve que entrar a comprar
un kilo de garbanzos para cumplir con un encargo de mamá. El tendero,
prodigioso para mí, me agasajó con algunas bromas y me despachó las semillas.
Dijo: «un kilo de legumbres y cuarto y mitad de adjetivos para estos garbanzos
tiernos y jugosos».
Entonces bajó un bote de cristal
lleno de trocitos de papel blanco que estaba colocado en uno de los estantes,
entre las latas de conservas, y me lo dio junto con el paquete de garbanzos.
«Toma, un regalo», me dijo, mientras pensaba que mejor me hubiera dado un
caramelo.
Al salir del comercio, intrigado,
desdoblé el papel y dentro estaba escrita una palabra: obnubilar.
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