Ángel Salmerón comenzó a escribir aquella novela siendo joven, tan joven que aún no sabía que toda escritura es una forma de despedida. La tituló, provisionalmente, como ‘La vida posible’, y se prometió acabarla antes de los cuarenta. Pero aquel libro creció igual que una enredadera que no entiende de promesas. Le robó los días, los amores, los silencios y casi la salud. Cada frase que añadía parecía suplantar una parte de sí mismo.
Al principio contaba la historia de un hombre del montón, alguien que buscaba sentido en las cosas cercanas. Anotaba cómo olía la canela sobre la manzana, el palpitar de los corazones, los resquicios de la luz moribunda, las palabras de rareza fonética. Pero pronto empezó a sospechar que el protagonista de su narración lo imitaba y que escribía los hechos antes que él.
Una mañana al despertar encontró en su cuaderno un capítulo que no recordaba haber escrito. En él, el personaje se levantaba, desayunaba pan con miel, y salía al balcón a mirar la ciudad. Exactamente lo que él había hecho el día anterior.
Entonces comprendió que el libro lo observaba. Que cada palabra, cada párrafo, era un espejo que respiraba. Trató de detenerse, pero no pudo porque el relato lo reclamaba, como si escribir fuera ya una forma de sobrevivir.
Las fronteras se desdibujaron. A veces no sabía si estaba viviendo para escribir o escribiendo para vivir. Su familia lo veía ausente, hablando con personajes que no existían. En las noches, el sonido del teclado se confundía con el de su respiración. A medida que el libro crecía, él se encogía un poco más, como si las páginas se alimentaran de su cuerpo.
Con los años, su memoria comenzó a mezclarse con los episodios de la novela. Recordaba conversaciones que nunca habían ocurrido y olvidaba otras que sí. Un día, al corregir un capítulo, descubrió con horror que su infancia ya no coincidía con la que había escrito. Había descrito una casa distinta, una madre con otro nombre, un perro que jamás tuvo. Pero lo peor fue que al mirar una fotografía antigua, la escena escrita y la imagen impresa eran idénticas.
Desde entonces comprendió que no había vuelta atrás. Cada línea escrita era una línea vivida; cada corrección, una herida. Cuando por fin terminó la novela, pasados treinta años, se sentó frente al manuscrito y no se reconoció. Era él, pero también otro: un hombre hecho de frases, de recuerdos inventados y emociones narradas.
Esa noche, colocó la última palabra y, en ese instante, desapareció. A la mañana siguiente, sobre el escritorio, solo quedaba el libro abierto. En la primera página, escrita con letra temblorosa, alguien había añadido: «Ya no sé si fui quien escribió o quien fue escrito».