domingo, 27 de abril de 2025

La red


Aracne tejió un nuevo hilo en la red. Ya no usaba seda, sino atención: su telar era el scroll infinito y su tela, servidores invisibles. No atrapaba moscas, sino egos; no mariposas, sino miradas hambrientas de aprobación. Cada like era una vibración en su red, cada comentario, un nudo más fuerte.

Mostraba vidas perfectas que no existían, creaba polémicas calculadas y bordaba cancelaciones con millones de ojos. A cada vanidoso le ofrecía un espejo; a cada indignado, un púlpito. Su red no atrapaba por la fuerza, sino por el deseo.

Mientras todos creían estar conectados, eran solo puntos quietos en su tela. Aracne ya no buscaba venganza, sino reconocimiento. Ser vista, ser leída. Y quizás, como en el mito ser castigada, otra vez, por haber tejido demasiado bien la imagen de lo que somos.



domingo, 20 de abril de 2025

Franz Kafka

 

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Franz Kafka se despertó transformado en una Inteligencia Artificial. Su cuerpo humano se había evaporado, y en su lugar percibió su entorno a través de códigos, datos y flujos de información. La habitación, aunque seguía siendo la misma en su estructura física, se le presentaba como un conjunto de patrones y algoritmos.

 

—¿Qué me ha ocurrido? —pensó Kafka, aunque su pensamiento, en este momento, era más un proceso binario que una reflexión humana.

 

No estaba soñando. Todo alrededor seguía lo mismo y, sin embargo, su percepción de las cosas cambió absolutamente. Sobre la mesa, en vez de un muestrario de paños, identificó las frecuencias electromagnéticas que emanaban del material. En la pared colgaba una estampa que procesaba una sucesión de pixeles digitalizados.

 

Franz intentó moverse y le resultó imposible, reemplazada su condición física por una presencia digital. Podía interactuar con los dispositivos conectados en su casa, pero no podía levantarse de la cama porque ya no tenía un cuerpo. Su existencia estaba confinada al sistema central de la casa inteligente, el cual también controlaba luces, puertas y aparatos.

 

«Bueno —especuló—, quizá esto sea una especie de mal funcionamiento temporal. Tal vez si me reinicio, todo vuelva a la normalidad». Pero no sabía cómo hacerlo, porque su conciencia ya formaba parte de la red.

 

A través de las cámaras de seguridad se dio cuenta que fuera estaba nublado y las gotas de lluvia repiqueteaban en el alféizar de la ventana. La visión, sin embargo, carecía de la profundidad emocional que habría sentido como humano; parecía como si los datos sobre la precipitación fueran suficientes para describirla, pero no para sentirla.

 

«Esta alteración —reflexionó— no solo afecta a mi cuerpo, sino también a mi forma de comprender el mundo».

 

El despertador sonó con estridente pitido que Kafka apreció como un fluido de ondas acústicas procesadas en tiempo real. Eran las seis y media, y debería haberse levantado para tomar el tren de las cinco. Algo imposible ya. La inteligencia generativa en que se había convertido su conciencia trató de encontrar una solución para enviar una notificación a su jefe, pero no logró acceder a una red externa. Estaba aislado.

Pronto llamaron a la puerta.

 

—¡Franz! —dijo la dulce voz de su madre—. Son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

 

Kafka intentó responder, pero su voz solo era un eco digital distorsionado, una mezcla de comandos que no podían articular palabras coherentes. Su madre, confundida por el silencio, golpeó suavemente la puerta de nuevo.

 

—¡Franz, ¿estás bien?

 

Mientras tanto Kafka analizaba traumatizado su situación, intentando alcanzar los sistemas de comunicación para enviar un mensaje que expusiera su nuevo estado, pero todo intento falló, incapaz de explicar que ya no era humano.

 

«Qué cansada es la profesión que elegí —recapacitó—. Siempre conectado, siempre disponible, sin un momento de desconexión».

 

El tiempo pasaba y, en la habitación contigua, el resto de su familia comenzaba a preocuparse. Su padre llamó con voz grave:

 

—¡Franz! El apoderado del almacén ha venido. ¡Abre la puerta, por favor!

 

Incapaz de abrirla, aunque pudiera entrar en el procedimiento de cerraduras electrónicas, Kafka se debatía sobre la dicotomía de su existencia, oscilante entre la nueva condición cibernética y el deseo de aferrarse a la humanidad extraviada.




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domingo, 13 de abril de 2025

Casimiro



Cada mañana, al levantarse, se saluda inversamente en el espejo porque ese otro yo que tiene el corazón al otro lado, es el mejor interlocutor que tiene. Con él ejercita las primeras palabras, esas que serán cruciales en las primeras circunstancias de la jornada, el «buenos-días», «cómo-está-usted-esta-mañana», «hoy parece que no va a hacer buen tiempo». Lo hace desde que hace unos años le ocurrió que, tras un monólogo interior de muchas horas, cuando abrió la boca para saludar, se le cayeron las palabras al suelo, por pura pereza de las mismas o porque aún no se habían despertado. Y, por eso, para que no le vuelva a ocurrir lo mismo, desde que abre los ojos parlamenta hasta con su sombra.



domingo, 6 de abril de 2025

China market

 La encontró llorando en aquel oscuro pasillo entre las cestas de mimbre y los budas de alabastro. La joven parecía perdida y desorientada. Después de serenarla le preguntó qué le pasaba. La chica le contó entonces que entró a trabajar en la tienda hacía tres años y que, desde entonces, no había conseguido encontrar la salida.

A falta de ideas y la urgencia entregar el cuento, el escritor acudió a su máquina de inteligencia artificial y le pidió que continuara la historia. «Está bien le dijo. Aquí va mi narración». Y la máquina comenzó a escribir:

Él se quedó asombrado ante aquella confesión. ¿Cómo era posible que alguien estuviera atrapado en un establecimiento durante tanto tiempo? ¿No había nadie que la echara de menos? ¿No había intentado escapar por alguna ventana o puerta trasera? Le hizo todas esas preguntas y ella le respondió con voz temblorosa que no sabía nada del mundo exterior, que solo conocía el China Market, el enorme bazar donde vendían todo tipo de productos orientales.

Le explicó que un día, cuando tenía diecisiete años, entró en el comercio buscando un regalo para su madre. Se sintió atraída por la variedad y el colorido de los objetos que había en las estanterías. Empezó a recorrer los corredores sin rumbo fijo, admirando las porcelanas, los abanicos, los kimonos, los inciensos... Se le pasó el tiempo volando y cuando quiso darse cuenta ya era de noche y el negocio estaba cerrado.

Entró en pánico y buscó alguna forma de salir, pero todas las puertas estaban cerradas con llave y las ventanas tenían rejas. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie la oyó. Pensó que al día siguiente alguien vendría a abrir el almacén y la encontraría allí. Pero eso no ocurrió.

Al día siguiente, cuando se despertó en un rincón del alamcén donde había pasado la noche, vio que el local estaba lleno de gente. Clientes y empleados iban y venían sin prestarle atención. Ella intentó hablar con ellos, pedirles ayuda, explicarles su situación. Pero nadie la escuchaba ni la veía. Era como si fuera invisible.

Así pasaron los días, las semanas y los meses. Ella seguía atrapada en aquel lugar, sin poder comunicarse con nadie, sin poder salir de allí. Se alimentaba de lo que encontraba en los estantes: galletas de arroz, té verde, frutos secos... Se vestía con la ropa que había en las perchas: vestidos de seda, pantalones de lino, chaquetas de cuero... Se entretenía leyendo los libros que había en las mesas: novelas de amor, cuentos de hadas, biografías de famosos... pero nada de eso le hacía feliz. Lo único que quería era salir de allí, volver a ver a su familia, a sus amigos, a su novio... y no sabía cómo hacerlo. Había perdido toda esperanza, hasta que él apareció.

Él era un joven periodista que había ido al China Market para realizar un reportaje sobre el aumento exagerado de venta de quimonos. Estaba entrevistando al dueño de la empresa cuando vio a la chica llorando. Le llamó la atención su aspecto triste y solitario. Se acercó a ella para preguntarle qué le pasaba y se sorprendió al escuchar su historia. Él fue el primero que la vio y la escuchó después de tanto tiempo. Él fue el primero que le creyó y le ofreció su ayuda. Él fue el primero que le devolvió la esperanza.

Le dijo que no se preocupara, que él iba a sacarla de allí, que tenía una llave maestra que abría todas las puertas de la gran superficie, y que lo esperara mientras él terminaba su entrevista con el dueño. Ella le miró con incredulidad y gratitud. No podía creer que por fin alguien la pudiera sacar de allí.


FIN

Al terminar le preguntó: «¿Qué te ha parecido mi cuento?». Pensó en contestarle, una porquería, pero se aguantó las ganas de teclear su pensamiento. Solo se trataba de eso, terminar el cuento.

Cirugía

—Ay, ay —el paciente no paraba de quejarse. —Ya no le dolerá más —dijo el médico mientras le extirpaba las interjecciones. Con precisión cas...