domingo, 30 de marzo de 2025

El osmólogo


Desde niño, poseía esa rara habilidad de olfatear el sexo de las mujeres. Era un don que lo acompañaba como una sombra, una forma de entender el mundo que lo rodeaba. Cada mujer era un universo olfativo, una constelación de aromas que lo guiaban a través de la vida. Las había que olían a azucenas de mar, frescas y saladas, como si el océano las hubiera besado en secreto. Otras, a queso curado, intensas y terrosas, como si llevaran consigo la esencia de cuevas antiguas.

Algunas olían a tierra regada por la lluvia, ese olor que te hace pensar en renacimientos y secretos enterrados. Otras, a guayaba o canela, dulces y picantes, como un postre que te tienta pero que nunca terminas de saborear. Y luego estaban las que olían a bergamota, cítricas y frescas, o a tinta china, oscuras y misteriosas, como si su sexo fuera un poema escrito en un idioma que nadie más podía entender.

Todas tenían un aura aromática que las definía ante su nariz. Era como si cada mujer llevara consigo una firma invisible, un rastro que solo él podía percibir. Pero todo cambió cuando llegó a su juventud y se enamoró.

Ella no olía a nada.

Al principio, pensó que era un error, una falla temporal en su don. Se acercó a ella, inhaló profundamente, esperando encontrar ese aroma que lo había guiado durante toda su vida. Pero no había nada. Solo el vacío, el silencio olfativo más absoluto.

Fue como si el mundo hubiera perdido su color, como si todas las notas de una sinfonía se hubieran apagado de repente. Ella era hermosa, inteligente, divertida, pero no olía a nada. Y eso lo desconcertaba.

domingo, 23 de marzo de 2025

El encuentro


Se juntaron una noche la coma elíptica y el coma etílico. Ella muy sobreentendida y el muy inconsciente, hacían una pareja peculiar. Habían quedado para cenar con una pareja amiga: él era corrector ortográfico y ella delirium tremens.

Cuando llegaron al restaurante, la coma elíptica, siempre elegante, eligió una mesa discreta en la esquina. El coma etílico, por su parte, tropezó con una silla y casi derriba una lámpara. El corrector ortográfico, con su impecable traje de tweed, examinó el menú como si fuera un tratado de gramática, mientras que delirium tremens, con los ojos vidriosos, veía dragones en las servilletas.

La cena fue un desastre. La coma elíptica intentaba mantener una conversación coherente, pero el coma etílico interrumpía con balbuceos y risas inoportunas. El corrector ortográfico corregía cada palabra que salía de la boca del coma etílico, lo que provocaba que delirium tremens se pusiera aún más nerviosa y comenzara a ver arañas en el techo.

En un momento dado, el coma etílico se levantó y comenzó a bailar una especie de tango tambaleante, derramando vino sobre los manteles. El corrector ortográfico, horrorizado, intentó detenerlo, pero el coma elíptico lo detuvo con una mirada: "Déjalo", dijo con resignación. "Es su manera de ser".

Delirium tremens, mientras tanto, había comenzado a hablar con una servilleta, convencida de que era un loro que hablaba en verso. El corrector ortográfico, al borde de un ataque de nervios, se levantó y anunció que tenía una cita urgente con un diccionario.

La coma elíptica suspiró y miró al coma etílico, que ahora intentaba comerse una lámpara. "Supongo que esta noche no habrá postre", dijo con una sonrisa irónica.

domingo, 16 de marzo de 2025

El pez





Comparto piso desde hace algunos años con Katia que trabaja como enfermera haciendo guardias en el turno de noche porque es donde más pagan. A mí me permite trabajar durante el día desde casa, aunque a veces me desplazo a la editorial para reuniones y algún asunto puntual en el que debo estar presente. Katia es alegre, jovial y desinhibida, hace buena compañía y le gustan los animales. A mí no. Es por eso que tuvimos que acordar qué tipo de mascotas podrían entrar al apartamento. Al final decidimos que entrara un acuario. «Los peces como los hombres son de sangre fría», manifestó sonriendo.



Ella sería la responsable de la pecera y, en ocasiones especiales, le echaría una mano como cuando se marchó a su país de vacaciones todo el mes de agosto. No sé por qué pero aquellos inquilinos llenos de colorido y escamas me llamaban la atención y me hacían relajar la mente, hasta podía hablarles con el pensamiento, no como Katia que charlaba con ellos como si la entendieran. Y así de esa observación nació este microrrelato titulado ‘Suicida’:



Rodolfo estaba triste desde que se fue su compañero y, últimamente, miraba como distraído. Un día decidió colgarse del aire. Lo encontré muerto fuera de la pecera.



Katia volvió de su descanso estival y nada le conté del microcuento, en tanto que Rodolfo y Valentino nadaban plácidamente en las aguas transparentes de su mundo, y hasta me pareció que se alegraban de su vuelta.



Los meses pasaron, olvidé mi escrito, y una mañana Valentino apareció inerte en el fondo del receptáculo. Mi compañera lloró y yo misma sentí cierta pena cuando cogí el pez para depositarlo en la basura, incapaz Katia de poder hacerlo.



Dicen que la mancha de una mora con otra verde se quita y que, a amor muerto, amor puesto, así que mi acompañante no tardó en traerle dos especímenes a Rodolfo, un limpiafondos y un pez ángel, para que lo guardara, dijo.



Una madrugada mientras dormía escuché gritar a Katia que volvía de su turno de guardia. Rodolfo se había suicidado. ¿Cómo? ¿qué había pasado? El pez yacía en la solería de la residencia. Recogí el cadáver sin que me sorprendiera el hecho y consolé a mi amiga. Pensé que aquella situación ya la había vivido. Días después repasando mis anotaciones encontré el cuento.



domingo, 9 de marzo de 2025

Fragmentos



Todas las tardes una mujer joven pasea por el parque dos perros de esos llamados ‘salchicha’. Parece tener prisa y parece enojada, su rostro serio refleja que lo que hace no es placentero, sino más bien obligatorio. Observo su cíclica tarea y mi persistente mirar.




Mientras camino una mañana alcanzo a una jovial señora que anda con dos niñas pequeñas cogidas de sus manos, y le pregunto por ellas. Son mellizas, me explica. Una de las pequeñas me agarra un dedo para que camine con ella. El gesto me enternece y apenas me vuelvo a fijar en la madre que sonríe.



El jueves entré en una farmacia y me atendió con amabilidad una dependienta de escasa edad. Cruzamos las miradas como lo hacen dos desconocidos y aunque me esforcé en reconocer su rostro no pude hacerlo.



La policía se presenta en el barrio mientras alguien vocifera en medio de una gresca vecinal o algún otro asunto que llama la atención por la puesta en escena. Una mujer treintañera trata de hacer entrar en razón a un hombre al que alguna vez he reconocido sacando dos perros de paseo. Esa mujer, no sé, no recuerdo haberla visto antes.



Le pido perdón al tropezar con una joven de larga melena y cabello oscuro. Me sonríe y su sonrisa me suena.



Sueño y aparece una misma mujer de pocos años que es la misma y, sin embargo, no lo podría autentificar.



Cuando mi mente lee todos esos fragmentos se forma un retablo en mi cabeza. Diría ver que es la mujer de todas las escenas.



¿Es ella siempre o es la repetición de algo que vive en mi cabeza?


domingo, 2 de marzo de 2025

La mona



Isabel salió de casa aquella mañana de primavera como cada día, ataviada con su delantal y un pañuelo blanco cubriendo su pelo.


Echó a andar hacia el mercado, su cesta de mimbre bajo el brazo, sin que nada hiciera sospechar que ese día sería diferente a cuantos marcaban su rutinaria dedicación doméstica. En su cabeza viajaban cómodos pensamientos sobre la lista de la compra.


Al alba toda su familia había salido a trabajar y volvería al hogar a la hora del almuerzo, aunque nadie imaginaba el desastre que se iba a producir.


Las calles contenían la agitación de las gentes que iban y venían a sus asuntos cotidianos, donde el sonido de las voces de quienes pregonaban las mercancías se mezclaba con el canto de los pájaros, y el olor a frutas y hortalizas recién cogidas era tapado por el hedor de los desperdicios del pescado.


En la estampa de aquella mañana, repetición de otras tantas mañanas, algo con un punto extra de bullicio llamó la atención de Isabel, al observar cómo la gente se arremolinaba en torno a un hecho ignorado por ella. Ante su curiosidad, alguien le comentó que el circo había llegado a la ciudad.


Un hombre enjuto y ataviado con un traje de rayas anunciaba las variedades de su feria ambulante con animales salvajes, payasos, forzudos, contorsionistas y enanos y, como reclamo, paseaba por las calles y plazoletas con una mona vestida de cíngara cogida de la mano. Hacía que la gente formara un corro y después ordenaba al simio que le cogiera la oreja a la mujer más guapa de la reunión.


La mona se paró frente a Isabel y le tiró de la oreja. Lo que ocurrió a partir de ese instante fue como un encantamiento. Isabel recorrió los diferentes lugares donde el circense formaba un círculo de espectadores. Isabel regresó a casa, con la cesta vacía, donde todos la esperaban y a los que tan solo dijo: «la mona solo me tiraba a mí de las orejas».


 

Cirugía

—Ay, ay —el paciente no paraba de quejarse. —Ya no le dolerá más —dijo el médico mientras le extirpaba las interjecciones. Con precisión cas...