domingo, 28 de julio de 2024

Pasajeros



Me quedé dormido en el vagón del metro entre las estaciones de Ataraxia y Thaumazein. Acostumbro a echar una cabezadita cuando el cansancio me vence de vuelta a casa y, en ocasiones, me paso y llego hasta Irrestricto con lo que supone de pérdida de tiempo. Pero en esta ocasión noté que alguien tocaba mi hombro y mientras despertaba oí la voz joven de una mujer que me decía: ya llegamos. La miré con agradecimiento mientras me apeaba del vagón vacío.



domingo, 21 de julio de 2024

Amistosas



—Buenos días, qué tal estás.

—Bien —le sonrió.

—Sabes, el otro día conocí al padre del marido de tu amiga Silvia. Un tipo encantador.

Le volvió a sonreír mientras pensaba: «esta tipa es un tostón. Ahora me va a decir que es donde trabaja el suegro de mi amiga, una inmobiliaria que ella conoce porque en la misma curra la hija de una vecina, íntima suya de toda la vida».

—Y a que no sabes qué, vende unas casas chulísimas, es la oficina de Cecilia, la hija de Paqui, la que se compró el chalet con piscina en esa urbanización tan pija.

Le ofreció una nueva sonrisa como aprobación a la historia que contaba en tanto que, mirándola a la cara, se preguntaba cuándo detendría su discurso de pesada parlanchina. «Ahora me va sacar a relucir algún tema de su salud», pensó.

—Pues nada que vengo del médico porque resulta que tengo una fractura metacarpiana. ¿No me ves la mano hinchada? Así llevo toda la semana, sin poder lavar un plato. Menos mal que tengo a Jorge, el pobre se encarga de todo. Me han mandado reposo y me van a hacer unas pruebas para saber si ha sido por tanto esfuerzo que la mano se ha cansado o porque se me gastan los huesos que una ya va para mayor. Y después lo de la taquicardia, ¿sabes? Me dan palpitaciones y me pongo malísima, vamos como si me fuera a dar un infarto.

Y mientras la observaba mover los labios pero ya sin escucharla, discurría: «lo que me importará a mí su metacarpiano inflamado o deshinchado, el de su marido y el de su hijo, sus supuestas palpitaciones, su venta de Thermomix que además de a su suegra y a su hermana no le habrá vendido ninguna más a nadie o que ahora, se haya hecho influencer y se dedique a vender dietas milagrosas para el adelgazamiento. Precisamente ella que no está gorda, qué va para nada, ya se la podía aplicar.

—Te veo muy callada ¿te pasa algo? —le resopló.

—Qué me va a pasar —contestó su boca porque su mente decía otra cosa diferente—, que una anda pensando en las cosas que tiene que hacer.

—A mí me pasa igual —explicó azorada—, así que me voy que no quiero perder más tiempo. Hasta luego.

Entonces pensó: «¿hasta luego? ¿piensa venir luego? ¡qué horror!», y la miró empequeñecerse en la trama urbana con el alivio de quien sale a la superficie del agua a respirar.

Dejó su mirada perdida en el infinito hasta que se sorprendió. La vio detenerse con otra mujer y se apesadumbró: «pobre víctima».



domingo, 14 de julio de 2024

Terrón de azúcar


Alguien vino y me contó al oído esta historia:

«Sarmiento, ya no recuerdo su nombre porque la sonoridad de su apellido y las rimas insistentes de los compañeros, dejaron mayor huella en mi memoria que su nombre, digo Sarmiento era un niño rubito, aseado con un rostro más aniñado que los del resto del grupo, aunque dotado de una cierta malicia más bien era verbal, dado que su físico estaba limitado por una estructura metálica que enjaulaba su pierna derecha, necesaria para poder caminar con dificultad, aunque él intentaba hacer casi todas las diabluras que el resto de los niños, ideando muchas de las gamberradas que los demás ejecutaban, concebidas perversamente como para hacer ver, frente a su desventaja física, la superioridad de su maldad, una especie de venganza frente a la desgracia a la que el mundo le había sometido y que devolvía con creces, a pesar de que, por su indumentaria, cuando en invierno vestía un elegante abrigo negro al alcance de pocos, y por su modo de hablar, no parecía tener una vida muy común con la nuestra cargada de penurias, cuanto que Sarmiento se mostraba desacomplejado y exuberante, lo miraba y me daba pena al pensar cómo me sentiría con esos hierros y las pesadas botas ortopédicas, más aún al saber algo relacionado con un terroncito de azúcar pintado con unas gotas rojas que nos daban a los niños y que él no tomó por descuido de sus padres».



domingo, 7 de julio de 2024

El juego quimérico



Los dos niños sentados en el suelo jugaban en un tablero invisible. Los observé largo rato mientras permanecían absortos y divertidos en su partida. No entendí muy bien la dinámica del desafío y atendí a los gestos que intercambiaban para descifrar el enigma en tanto, cada uno, depositaba una carta boca arriba cogida de un mazo común en las que aparecían figuras distintas. Los jugadores imitaban con muecas el sentimiento que le producían las estampas. Se trataba de viejas efigies fantasiosas, arcanos antiquísimos.

Intrigado los interrogué sobre el desenlace: «¿Qué se gana en este juego?». Uno de ellos me aclaró: «Nada, no se gana nada». Entonces insistí: «¿Y alguien es derrotado?». Y su respuesta fue: «Nadie pierde».