Cada mañana, al levantarse, se saluda inversamente en el espejo porque ese otro yo que tiene el corazón al otro lado, es el mejor interlocutor que tiene. Con él ejercita las primeras palabras, esas que serán cruciales en las primeras circunstancias de la jornada, el «buenos-días», «cómo-está-usted-esta-mañana», «hoy parece que no va a hacer buen tiempo». Lo hace desde que hace unos años le ocurrió que, tras un monólogo interior de muchas horas, cuando abrió la boca para saludar, se le cayeron las palabras al suelo, por pura pereza de las mismas o porque aún no se habían despertado. Y, por eso, para que no le vuelva a ocurrir lo mismo, desde que abre los ojos parlamenta hasta con su sombra.
domingo, 13 de abril de 2025
domingo, 6 de abril de 2025
China market
La encontró llorando en aquel oscuro pasillo entre las cestas de mimbre y los budas de alabastro. La joven parecía perdida y desorientada. Después de serenarla le preguntó qué le pasaba. La chica le contó entonces que entró a trabajar en la tienda hacía tres años y que, desde entonces, no había conseguido encontrar la salida.
A falta de ideas y la urgencia entregar el cuento, el escritor acudió a su máquina de inteligencia artificial y le pidió que continuara la historia. «Está bien le dijo. Aquí va mi narración». Y la máquina comenzó a escribir:Él se quedó asombrado ante aquella confesión. ¿Cómo era posible que alguien estuviera atrapado en un establecimiento durante tanto tiempo? ¿No había nadie que la echara de menos? ¿No había intentado escapar por alguna ventana o puerta trasera? Le hizo todas esas preguntas y ella le respondió con voz temblorosa que no sabía nada del mundo exterior, que solo conocía el China Market, el enorme bazar donde vendían todo tipo de productos orientales.
Le explicó que un día, cuando tenía diecisiete años, entró en el comercio buscando un regalo para su madre. Se sintió atraída por la variedad y el colorido de los objetos que había en las estanterías. Empezó a recorrer los corredores sin rumbo fijo, admirando las porcelanas, los abanicos, los kimonos, los inciensos... Se le pasó el tiempo volando y cuando quiso darse cuenta ya era de noche y el negocio estaba cerrado.
Entró en pánico y buscó alguna forma de salir, pero todas las puertas estaban cerradas con llave y las ventanas tenían rejas. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie la oyó. Pensó que al día siguiente alguien vendría a abrir el almacén y la encontraría allí. Pero eso no ocurrió.
Al día siguiente, cuando se despertó en un rincón del alamcén donde había pasado la noche, vio que el local estaba lleno de gente. Clientes y empleados iban y venían sin prestarle atención. Ella intentó hablar con ellos, pedirles ayuda, explicarles su situación. Pero nadie la escuchaba ni la veía. Era como si fuera invisible.
Así pasaron los días, las semanas y los meses. Ella seguía atrapada en aquel lugar, sin poder comunicarse con nadie, sin poder salir de allí. Se alimentaba de lo que encontraba en los estantes: galletas de arroz, té verde, frutos secos... Se vestía con la ropa que había en las perchas: vestidos de seda, pantalones de lino, chaquetas de cuero... Se entretenía leyendo los libros que había en las mesas: novelas de amor, cuentos de hadas, biografías de famosos... pero nada de eso le hacía feliz. Lo único que quería era salir de allí, volver a ver a su familia, a sus amigos, a su novio... y no sabía cómo hacerlo. Había perdido toda esperanza, hasta que él apareció.
Él era un joven periodista que había ido al China Market para realizar un reportaje sobre el aumento exagerado de venta de quimonos. Estaba entrevistando al dueño de la empresa cuando vio a la chica llorando. Le llamó la atención su aspecto triste y solitario. Se acercó a ella para preguntarle qué le pasaba y se sorprendió al escuchar su historia. Él fue el primero que la vio y la escuchó después de tanto tiempo. Él fue el primero que le creyó y le ofreció su ayuda. Él fue el primero que le devolvió la esperanza.
Le dijo que no se preocupara, que él iba a sacarla de allí, que tenía una llave maestra que abría todas las puertas de la gran superficie, y que lo esperara mientras él terminaba su entrevista con el dueño. Ella le miró con incredulidad y gratitud. No podía creer que por fin alguien la pudiera sacar de allí.
FIN
Al terminar le preguntó: «¿Qué te ha parecido mi cuento?». Pensó en contestarle, una porquería, pero se aguantó las ganas de teclear su pensamiento. Solo se trataba de eso, terminar el cuento.
domingo, 30 de marzo de 2025
El osmólogo
Desde niño, poseía esa rara habilidad de olfatear el sexo de las mujeres. Era un don que lo acompañaba como una sombra, una forma de entender el mundo que lo rodeaba. Cada mujer era un universo olfativo, una constelación de aromas que lo guiaban a través de la vida. Las había que olían a azucenas de mar, frescas y saladas, como si el océano las hubiera besado en secreto. Otras, a queso curado, intensas y terrosas, como si llevaran consigo la esencia de cuevas antiguas.
Algunas olían a tierra regada por la lluvia, ese olor que te hace pensar en renacimientos y secretos enterrados. Otras, a guayaba o canela, dulces y picantes, como un postre que te tienta pero que nunca terminas de saborear. Y luego estaban las que olían a bergamota, cítricas y frescas, o a tinta china, oscuras y misteriosas, como si su sexo fuera un poema escrito en un idioma que nadie más podía entender.
Todas tenían un aura aromática que las definía ante su nariz. Era como si cada mujer llevara consigo una firma invisible, un rastro que solo él podía percibir. Pero todo cambió cuando llegó a su juventud y se enamoró.
Ella no olía a nada.
Al principio, pensó que era un error, una falla temporal en su don. Se acercó a ella, inhaló profundamente, esperando encontrar ese aroma que lo había guiado durante toda su vida. Pero no había nada. Solo el vacío, el silencio olfativo más absoluto.
Fue como si el mundo hubiera perdido su color, como si todas las notas de una sinfonía se hubieran apagado de repente. Ella era hermosa, inteligente, divertida, pero no olía a nada. Y eso lo desconcertaba.
domingo, 23 de marzo de 2025
El encuentro
Se juntaron una noche la coma elíptica y el coma etílico. Ella muy sobreentendida y el muy inconsciente, hacían una pareja peculiar. Habían quedado para cenar con una pareja amiga: él era corrector ortográfico y ella delirium tremens.
Cuando llegaron al restaurante, la coma elíptica, siempre elegante, eligió una mesa discreta en la esquina. El coma etílico, por su parte, tropezó con una silla y casi derriba una lámpara. El corrector ortográfico, con su impecable traje de tweed, examinó el menú como si fuera un tratado de gramática, mientras que delirium tremens, con los ojos vidriosos, veía dragones en las servilletas.
La cena fue un desastre. La coma elíptica intentaba mantener una conversación coherente, pero el coma etílico interrumpía con balbuceos y risas inoportunas. El corrector ortográfico corregía cada palabra que salía de la boca del coma etílico, lo que provocaba que delirium tremens se pusiera aún más nerviosa y comenzara a ver arañas en el techo.
En un momento dado, el coma etílico se levantó y comenzó a bailar una especie de tango tambaleante, derramando vino sobre los manteles. El corrector ortográfico, horrorizado, intentó detenerlo, pero el coma elíptico lo detuvo con una mirada: "Déjalo", dijo con resignación. "Es su manera de ser".
Delirium tremens, mientras tanto, había comenzado a hablar con una servilleta, convencida de que era un loro que hablaba en verso. El corrector ortográfico, al borde de un ataque de nervios, se levantó y anunció que tenía una cita urgente con un diccionario.
La coma elíptica suspiró y miró al coma etílico, que ahora intentaba comerse una lámpara. "Supongo que esta noche no habrá postre", dijo con una sonrisa irónica.
domingo, 16 de marzo de 2025
El pez
Comparto piso desde hace algunos años con Katia que trabaja como enfermera haciendo guardias en el turno de noche porque es donde más pagan. A mí me permite trabajar durante el día desde casa, aunque a veces me desplazo a la editorial para reuniones y algún asunto puntual en el que debo estar presente. Katia es alegre, jovial y desinhibida, hace buena compañía y le gustan los animales. A mí no. Es por eso que tuvimos que acordar qué tipo de mascotas podrían entrar al apartamento. Al final decidimos que entrara un acuario. «Los peces como los hombres son de sangre fría», manifestó sonriendo.
Ella sería la responsable de la pecera y, en ocasiones especiales, le echaría una mano como cuando se marchó a su país de vacaciones todo el mes de agosto. No sé por qué pero aquellos inquilinos llenos de colorido y escamas me llamaban la atención y me hacían relajar la mente, hasta podía hablarles con el pensamiento, no como Katia que charlaba con ellos como si la entendieran. Y así de esa observación nació este microrrelato titulado ‘Suicida’:
Rodolfo estaba triste desde que se fue su compañero y, últimamente, miraba como distraído. Un día decidió colgarse del aire. Lo encontré muerto fuera de la pecera.
Katia volvió de su descanso estival y nada le conté del microcuento, en tanto que Rodolfo y Valentino nadaban plácidamente en las aguas transparentes de su mundo, y hasta me pareció que se alegraban de su vuelta.
Los meses pasaron, olvidé mi escrito, y una mañana Valentino apareció inerte en el fondo del receptáculo. Mi compañera lloró y yo misma sentí cierta pena cuando cogí el pez para depositarlo en la basura, incapaz Katia de poder hacerlo.
Dicen que la mancha de una mora con otra verde se quita y que, a amor muerto, amor puesto, así que mi acompañante no tardó en traerle dos especímenes a Rodolfo, un limpiafondos y un pez ángel, para que lo guardara, dijo.
Una madrugada mientras dormía escuché gritar a Katia que volvía de su turno de guardia. Rodolfo se había suicidado. ¿Cómo? ¿qué había pasado? El pez yacía en la solería de la residencia. Recogí el cadáver sin que me sorprendiera el hecho y consolé a mi amiga. Pensé que aquella situación ya la había vivido. Días después repasando mis anotaciones encontré el cuento.
domingo, 9 de marzo de 2025
Fragmentos
Todas las tardes una mujer joven pasea por el parque dos perros de esos llamados ‘salchicha’. Parece tener prisa y parece enojada, su rostro serio refleja que lo que hace no es placentero, sino más bien obligatorio. Observo su cíclica tarea y mi persistente mirar.
Mientras camino una mañana alcanzo a una jovial señora que anda con dos niñas pequeñas cogidas de sus manos, y le pregunto por ellas. Son mellizas, me explica. Una de las pequeñas me agarra un dedo para que camine con ella. El gesto me enternece y apenas me vuelvo a fijar en la madre que sonríe.
El jueves entré en una farmacia y me atendió con amabilidad una dependienta de escasa edad. Cruzamos las miradas como lo hacen dos desconocidos y aunque me esforcé en reconocer su rostro no pude hacerlo.
La policía se presenta en el barrio mientras alguien vocifera en medio de una gresca vecinal o algún otro asunto que llama la atención por la puesta en escena. Una mujer treintañera trata de hacer entrar en razón a un hombre al que alguna vez he reconocido sacando dos perros de paseo. Esa mujer, no sé, no recuerdo haberla visto antes.
Le pido perdón al tropezar con una joven de larga melena y cabello oscuro. Me sonríe y su sonrisa me suena.
Sueño y aparece una misma mujer de pocos años que es la misma y, sin embargo, no lo podría autentificar.
Cuando mi mente lee todos esos fragmentos se forma un retablo en mi cabeza. Diría ver que es la mujer de todas las escenas.
¿Es ella siempre o es la repetición de algo que vive en mi cabeza?
domingo, 2 de marzo de 2025
La mona
Isabel salió de casa aquella mañana de primavera como cada día, ataviada con su delantal y un pañuelo blanco cubriendo su pelo.
Echó a andar hacia el mercado, su cesta de mimbre bajo el brazo, sin que nada hiciera sospechar que ese día sería diferente a cuantos marcaban su rutinaria dedicación doméstica. En su cabeza viajaban cómodos pensamientos sobre la lista de la compra.
Al alba toda su familia había salido a trabajar y volvería al hogar a la hora del almuerzo, aunque nadie imaginaba el desastre que se iba a producir.
Las calles contenían la agitación de las gentes que iban y venían a sus asuntos cotidianos, donde el sonido de las voces de quienes pregonaban las mercancías se mezclaba con el canto de los pájaros, y el olor a frutas y hortalizas recién cogidas era tapado por el hedor de los desperdicios del pescado.
En la estampa de aquella mañana, repetición de otras tantas mañanas, algo con un punto extra de bullicio llamó la atención de Isabel, al observar cómo la gente se arremolinaba en torno a un hecho ignorado por ella. Ante su curiosidad, alguien le comentó que el circo había llegado a la ciudad.
Un hombre enjuto y ataviado con un traje de rayas anunciaba las variedades de su feria ambulante con animales salvajes, payasos, forzudos, contorsionistas y enanos y, como reclamo, paseaba por las calles y plazoletas con una mona vestida de cíngara cogida de la mano. Hacía que la gente formara un corro y después ordenaba al simio que le cogiera la oreja a la mujer más guapa de la reunión.
La mona se paró frente a Isabel y le tiró de la oreja. Lo que ocurrió a partir de ese instante fue como un encantamiento. Isabel recorrió los diferentes lugares donde el circense formaba un círculo de espectadores. Isabel regresó a casa, con la cesta vacía, donde todos la esperaban y a los que tan solo dijo: «la mona solo me tiraba a mí de las orejas».
domingo, 23 de febrero de 2025
El bareto
El fuerte olor a pintura fresca permanecía en su memoria olfativa después de que la tarde anterior diera el último brochazo de albayalde a las tablas.
Sentado frente al mar con su sombrero de paja, contemplaba cómo el suave ondular de las olas de un túrbido turquesa morían en la playa una y otra vez.
Satisfecho y ufano por la labor realizada, escoltado por la construcción en la que trabajó durante varias semanas, se dispuso a levantar el telón de la temporada de verano.
Contempló el paisaje vaciado de gente, el día luminoso perfilando las sombrillas y las velas de windsurf, mientras una brisa salina ascendía desde la orilla inundándolo todo y pensó, distraídamente, que aquello era el preludio de lo que se avecinaba: días y noches de trasiego, multitudes sedientas, jolgorio, fiestas, calor, mucho calor, amaneceres tórridos y ocasos sanguíneos.
Todo pasó tan rápido y, llegado septiembre, seguía allí sentado en el mismo banco blanco sin que nadie hubiera aparecido a consumir algo en su chiringuito que, con tristeza y algo de frustración, cerró.
Nunca lo supo, pero el gobierno había suspendido el veraneo.
Nunca lo supo, pero el gobierno había suspendido el veraneo.
domingo, 16 de febrero de 2025
Charlando
Nada más saludarlo un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me hablaba despacio y sin emoción en la voz. Sin embargo, lo que me contaba sobre lo que le ocurría, no era una situación desapasionada o tranquilizadora. Creo que hasta adivinó la expresión de inquietud que aparecía en mi rostro y, a pesar de ello, continuó hablando y hablando.
Tras preguntar por mis familiares, me narró toda la peripecia médica por la que atravesaba después de resignarse a soportar varias operaciones y a la extracción de distintos órganos para salvarle la vida. Y allí, en mitad del espacio euclidiano, de los automóviles que enruidaban la conversación, de la primavera punzante, del gentío bullicioso y percutor, pensé entonces, que esa era la primera vez que estaba charlando con un muerto.
domingo, 2 de febrero de 2025
La limpiadora
Ya sabemos que vamos a morir porque un día, ese día, nos tocará hacerlo. Es así de contundente, igual que nuestro nacimiento. El resto, el relleno que contiene esas dos nadas, es lo sustancial, lo que cuenta, lo que debemos narrar. Por eso odio a esos escritores lacrimógenos que se pasan la vida publicando cosas de esta naturaleza para meter miedo a la gente, o hacerles sentir pena o que se ahoguen en un vaso de tristeza. Son prosistas perjudiciales y por eso dejé de leer sus novelas y sus zarabandas literarias en torno a lo luctuoso de la existencia.
A mí, que friego escaleras y portales de vecinos todos los días, excepto los domingos y festivos, mal pagada, mal mirada y a la que llaman chica de la limpieza, lo que me interesa son las pisadas, las huellas que dejamos, los pasos bien o mal andados. Eso sí que es literatura y por eso escribo poemas al suelo recién fregado, al portal escamondado, al cuarto de baño reluciente, porque me importa que los inquilinos pasen dejando sus sucias marcas pisadas sobre el trabajo bien hecho, estropeando todo aquello realizado dedicación y esmero. Prefiero reflejar con mis versos que lo limpio de la vida nos aleja de toda la inmundicia humana.
domingo, 26 de enero de 2025
Bucle narracional
Leyó su nombre en el cuento y entendió que se protagonizaba a sí misma mientras se leía.
domingo, 19 de enero de 2025
domingo, 5 de enero de 2025
Cuentísimo
Normalmente los cuentos son escritos comenzando por el principio y cerrándolos con un final. Los hay que son contados desde su terminación para acabar donde todo comienza. Otros son narrados a mitad de la historia y saltan hacia atrás o hacia adelante según capricho de quien los escriba. No faltan las narraciones interruptus o las que omiten parte del relato. Las más peliagudas resultan ser siempre esas otras que ocultan lo más interesante de su propósito y, por supuesto, las que trucan el argumento para parecer más virgueras. Están las ficciones del multiverso capaces de enredar a quien las lee en multitud de versiones hasta hacer imposible saber cuál es la mejor. No faltan los nanorrelatos reducidos a una sola letra y los textos invisibles que son de una insustancialidad sublime, aunque pongan a prueba nuestra pericia para encontrar algún indicio de su contenido. Y, por último, están los imposibles que, como en este caso, no saben contarse.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Casimiro
Cada mañana, al levantarse, se saluda inversamente en el espejo porque ese otro yo que tiene el corazón al otro lado, es el mejor interlocut...
-
Martín tenía la extraordinaria capacidad de levitar. No se trataba de un vuelo acrobático ni una danza etérea, sino más bien de una ascensió...
-
El pianista se lesionó los dedos a propósito. Quería sentir en cada tecla que pulsara belleza y dolor. Brotaron entonces las notas teñidas d...