Vino a defender a la libertad de expresión, acusada de hablar claro.
En la sala, los jueces evitaban su mirada; los fiscales tiritaban bajo sus togas de ambigüedad. La libertad, esposada al diccionario, apenas susurraba sinónimos.
—No se le juzga por lo que dice —alegó el abogado—, sino por lo que incomoda.
Hubo un silencio tan denso que se podía cortar con una palabra.
Al final, la declararon culpable… pero en voz baja. Y el abogado, con un guiño, le deslizó un verbo afilado entre las manos.
Dicen que la verdad no ofende, pero que incomoda, incomoda.
ResponderEliminarSaludos,
J.