domingo, 30 de marzo de 2025

El osmólogo


Desde niño, poseía esa rara habilidad de olfatear el sexo de las mujeres. Era un don que lo acompañaba como una sombra, una forma de entender el mundo que lo rodeaba. Cada mujer era un universo olfativo, una constelación de aromas que lo guiaban a través de la vida. Las había que olían a azucenas de mar, frescas y saladas, como si el océano las hubiera besado en secreto. Otras, a queso curado, intensas y terrosas, como si llevaran consigo la esencia de cuevas antiguas.

Algunas olían a tierra regada por la lluvia, ese olor que te hace pensar en renacimientos y secretos enterrados. Otras, a guayaba o canela, dulces y picantes, como un postre que te tienta pero que nunca terminas de saborear. Y luego estaban las que olían a bergamota, cítricas y frescas, o a tinta china, oscuras y misteriosas, como si su sexo fuera un poema escrito en un idioma que nadie más podía entender.

Todas tenían un aura aromática que las definía ante su nariz. Era como si cada mujer llevara consigo una firma invisible, un rastro que solo él podía percibir. Pero todo cambió cuando llegó a su juventud y se enamoró.

Ella no olía a nada.

Al principio, pensó que era un error, una falla temporal en su don. Se acercó a ella, inhaló profundamente, esperando encontrar ese aroma que lo había guiado durante toda su vida. Pero no había nada. Solo el vacío, el silencio olfativo más absoluto.

Fue como si el mundo hubiera perdido su color, como si todas las notas de una sinfonía se hubieran apagado de repente. Ella era hermosa, inteligente, divertida, pero no olía a nada. Y eso lo desconcertaba.

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