La mujer que viene a verme todos los atardeceres no tiene nombre o quizás lo tenga pero es impronunciable. Es muy atenta conmigo y me habla de cosas imposibles, no porque no puedan ocurrir sino porque cuando pasan todo se detiene y no puedes respirar y se va la luz.
A veces entra sin hacer ruido, como si atravesara las paredes. Se sienta a mi lado y me toma la mano. Sus dedos están fríos, pero no me incomoda. Dice que el tiempo no es una línea, sino una cuerda que se puede tensar o soltar, y que a veces ella viene de un nudo de esa cuerda. No sé si entiendo lo que dice, pero su voz me calma, como si me hablara desde dentro de mi propio sueño.
Le pregunto si volverá mañana. Sonríe sin mover los labios. Luego, todo se apaga. Cuando despierto, la habitación huele a jazmín y hay una silla vacía junto a mi cama.
Esa noche soñé con ella. No entraba por la puerta ni me hablaba: solo me observaba desde el otro lado del espejo, con la misma expresión que tengo cuando recuerdo algo que aún no ha pasado.
Le pregunté quién era.
—Soy tú —respondió—, pero la que decidió no tener miedo.
Me quedé en silencio. Ella sonreía con la serenidad que a mí siempre me faltó.
—Vengo a recordarte que sigues aquí —dijo—, aunque a veces no sepas dónde.
Entonces comprendí por qué su nombre era impronunciable: no era otro, era el mío dicho desde el futuro.
Al amanecer, la habitación seguía oliendo a jazmín. Sobre la mesa, donde la mujer solía sentarse, había un papel con una sola frase escrita con mi letra: “No te olvides de venir a verte mañana.”
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