De repente se borraron los nombres de todos los autores, pero ninguno de aquellos libros mermó en el placer de su lectura.
Pronto se supo la causa: un maleficio había caído sobre la biblioteca, castigo por la vanidad de los escritores que competían más por el brillo de su firma que por la hondura de sus palabras.
Las letras permanecieron, los relatos respiraban intactos, pero la soberbia había sido borrada de cada portada como una mancha de polvo.
Desde entonces, leer allí era un acto puro: nadie podía presumir de autoría, nadie podía reclamar méritos. Solo quedaba la voz anónima, desnuda, hablando directamente al corazón de quien la abría.
Dicen que, todavía hoy, aquel hechizo sigue vivo: cualquier libro que entre en esa biblioteca pierde de inmediato el nombre en su lomo. Y tal vez por eso, cada lector sale de ella con la sensación de haber conversado, por fin, con la literatura misma.
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