En el tiempo que recorre las venas de la ciudad hay un líquido acuoso para los supervivientes, aquellos que pululan por los márgenes difusos.
Lo beben en dosis pequeñas, casi rituales, como si ese fluido transparente pudiera recordarles quiénes fueron antes de convertirse en sombras urbanas. Dicen que, al cerrar los ojos, el líquido proyecta paisajes que ya no existen iguales a ríos sin cemento, árboles que no sabían de cables eléctricos, cielos no rasgados por antenas y donde cada trago es un regreso breve a un lugar imposible, un viaje interior hacia lo perdido.
Pero al abrir los ojos, la ciudad sigue allí siempre vasta, extensamente exhausta, latiendo a un ritmo que devora a los que se detienen demasiado, y por eso los supervivientes siguen avanzando por los bordes, aferrados a ese líquido que no alimenta el cuerpo, sino la memoria.
Y aunque nadie lo admite, todos temen el día en que la última gota se evapore, porque entonces, sin viaje interior, la ciudad sería solo superficie y ellos, nada más que ruido.
Sería una ciudad completamente insoportable, casi como a vida misma.
ResponderEliminarSaludos,
J.