domingo, 30 de noviembre de 2025

Finanzas


No hay que vender el alma al diablo, basta con hipotecarla, le comentó el empleado de la entidad bancaria, quien le explicó que era un trámite sencillo. Eran unas firmas, un par de renuncias y la promesa de no preguntarse demasiado por las cláusulas de letra pequeña.
—¿Y qué pasa si no puedo pagar? —preguntó él.
El empleado sonrió con una cortesía que no le llegaba a los ojos.
—Oh, no se preocupe. El demonio es muy razonable cuando se trata de intereses… siempre encuentra la forma de cobrarlos.
Antes de irse, notó que en el mostrador había un pequeño frasco etiquetado como 'Recuperaciones de almas'. Estaba vacío.
—¿Y esto?
—Muestras —dijo el empleado—. Pero hace años que nadie cancela la deuda.
Y mientras se alejaba, él no estaba seguro de si había escuchado un leve sonido de cadenas o si simplemente se había cerrado otra puerta del banco.


domingo, 23 de noviembre de 2025

Nostálgicos



—¿Has notado que nuestras palabras no tienen eco?
—Sí, y que nuestra sombra no tiene cuerpo.
—Ya no somos los mismos que éramos.
Entonces guardaron silencio. No porque no tuvieran nada más que decir, sino porque empezaban a comprenderlo. Alrededor, el paisaje era idéntico al de siempre, pero algo en él —quizá la luz, quizá el aire— parecía recordarlos como si fueran visitantes antiguos, ya desvanecidos.
—Creo que somos memoria —susurró uno.
—O peor: el recuerdo de un recuerdo —respondió el otro.
Y siguieron andando, con cuidado, no fuera a borrarse también el poco rastro que les quedaba.



domingo, 16 de noviembre de 2025

Metido en el charco





Hay un charco en la noche que, en sus bordes, refleja la luz de la luna. Su silueta asemeja el bocadillo de un tebeo con la superficie oscura. Qué escribir dentro: la noche misma, el pensamiento del día que se va o el sueño que espera. La larga meditación del cuento que es la vida. Al final me doy cuenta de que dentro de ese negro espacio estoy yo.

Y entonces el charco tiembla. No por el viento ni por mis pasos, sino porque la figura que veo allí no coincide del todo conmigo. Me observo desde abajo, como si fuese una versión más sincera y menos domesticada de mi propia sombra. Esa otra presencia me mira, paciente, esperando que descifre el mensaje que no sé formular. Me acerco más y más, hasta que el reflejo extiende un gesto que no recuerdo haber hecho jamás.

Comprendo entonces que no es mi imagen lo que se oculta en ese fondo oscuro, sino mi futuro: una historia aún sin escribir que me mira desde el agua y aguarda a que decida qué poner en su bocadillo de tinta.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Invasiones


Durante muchos siglos la Gran Muralla China aguantó innumerables arremetidas mongolas pero con el paso del tiempo no ha podido contener las incursiones bárbaras de los turistas. Ahora llegan en oleadas, armados con cámaras, teléfonos y palos de selfi. No buscan conquistar territorios, sino encuadres. Allí donde antes resonaban ecos de guerra, hoy se escuchan clics y risas en todos los idiomas. Media guardia ha desertado y el resto de guardianes ha dejado de vigilar el horizonte y se dedica a controlar el acceso del wifi.

domingo, 2 de noviembre de 2025

La novela de su vida


Ángel Salmerón comenzó a escribir aquella novela siendo joven, tan joven que aún no sabía que toda escritura es una forma de despedida. La tituló, provisionalmente, como ‘La vida posible’, y se prometió acabarla antes de los cuarenta. Pero aquel libro creció igual que una enredadera que no entiende de promesas. Le robó los días, los amores, los silencios y casi la salud. Cada frase que añadía parecía suplantar una parte de sí mismo.

Al principio contaba la historia de un hombre del montón, alguien que buscaba sentido en las cosas cercanas. Anotaba cómo olía la canela sobre la manzana, el palpitar de los corazones, los resquicios de la luz moribunda, las palabras de rareza fonética. Pero pronto empezó a sospechar que el protagonista de su narración lo imitaba y que escribía los hechos antes que él.

Una mañana al despertar encontró en su cuaderno un capítulo que no recordaba haber escrito. En él, el personaje se levantaba, desayunaba pan con miel, y salía al balcón a mirar la ciudad. Exactamente lo que él había hecho el día anterior.

Entonces comprendió que el libro lo observaba. Que cada palabra, cada párrafo, era un espejo que respiraba. Trató de detenerse, pero no pudo porque el relato lo reclamaba, como si escribir fuera ya una forma de sobrevivir.

Las fronteras se desdibujaron. A veces no sabía si estaba viviendo para escribir o escribiendo para vivir. Su familia lo veía ausente, hablando con personajes que no existían. En las noches, el sonido del teclado se confundía con el de su respiración. A medida que el libro crecía, él se encogía un poco más, como si las páginas se alimentaran de su cuerpo.

Con los años, su memoria comenzó a mezclarse con los episodios de la novela. Recordaba conversaciones que nunca habían ocurrido y olvidaba otras que sí. Un día, al corregir un capítulo, descubrió con horror que su infancia ya no coincidía con la que había escrito. Había descrito una casa distinta, una madre con otro nombre, un perro que jamás tuvo. Pero lo peor fue que al mirar una fotografía antigua, la escena escrita y la imagen impresa eran idénticas.

Desde entonces comprendió que no había vuelta atrás. Cada línea escrita era una línea vivida; cada corrección, una herida. Cuando por fin terminó la novela, pasados treinta años, se sentó frente al manuscrito y no se reconoció. Era él, pero también otro: un hombre hecho de frases, de recuerdos inventados y emociones narradas.

Esa noche, colocó la última palabra y, en ese instante, desapareció. A la mañana siguiente, sobre el escritorio, solo quedaba el libro abierto. En la primera página, escrita con letra temblorosa, alguien había añadido: «Ya no sé si fui quien escribió o quien fue escrito».


El misterio chino

Primero fue lo del abuelo chino. Nadie le vio morir y menos enterrarle, pero un día dejó de toser en el balcón. ¿Alguien ha visto sepultar a...