Acudió impecablemente vestido de blanco a la cita. Había quedado con su editor en una cafetería donde solían reunirse las gentes de literatura como él las llamaba. Quería tratar los últimos detalles para la firma de ejemplares en la Feria del Libro.
Sentado en una mesa pidió que le sirvieran un té frío con leche y descubrió que, bajo el cristal, aparecía un poema. Antes de concentrarse en su lectura, curioseó con su mirada otras cercanas. En cada una de ellas estaban expuestos otros textos poéticos, igual que las ocupadas por la clientela que, en ese caso, quedaban ocultos por tazas y platos y a los que nadie parecía prestar atención.
Centró su interés en el que tenía delante y lo leyó con detenimiento. Lo apreció horrible y estimó que el resto tendrían semejante calidad. Entonces se preguntó para sí por qué la gente, sin talento, se empeñaba en hacer aquellas cosas y no tenían pudor exponerlas al público. Los compadeció.
Rodolfo Aquilino Cifuentes Castaño eran un renombrado escritor que, con determinación y empeño, además de una alta cualificación académica, había publicado algunos libros. Su última creación era una novela de cinco millares de páginas. Un intenso, documentado, afanado, esforzado, elogiado por la crítica y los colegas de profesión, trabajo, al que dedicó diez años para su conclusión.
Una llamada de teléfono lo sacó de sus pensamientos. Era su editor, amigo y hombre menudo, quien le comunicaba que no podía acudir al encuentro. «¿Cómo? ¿qué te ha pasado?». La respuesta lo dejó estupefacto: «Un ejemplar de tu novela me ha caído en el pie y me he fracturado varios dedos».
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