Martín tenía la extraordinaria capacidad de levitar. No se trataba de un vuelo acrobático ni una danza etérea, sino más bien de una ascensión repentina, gradual e imprevista, como una pompa de jabón impulsada por la brisa. Sus pies se desanclaban del suelo por sorpresa, en un instante de quietud o en la ensoñación de un juego.
Se elevaba unos centímetros, apenas lo suficiente para sentir el cosquilleo en las plantas de los pies y la brisa fresca en el rostro. El mundo se transformaba bajo su perspectiva inédita. Era una sensación ingrávida y vertiginosa.
Un día, mientras perseguía una mariposa en el jardín, se elevó más de lo habitual. Sus ojos se llenaron de asombro al contemplar el paisaje cenital. Las techumbres de los edificios formaban un mosaico de colores y las personas se movían como pequeñas hormigas a toda prisa. La vastedad del cielo lo llenó de una emoción de paz y libertad que nunca antes había experimentado.
La curiosidad lo dominó y, en pleno vuelo, bajó la vista para observar el misterio que lo elevaba. Y en ese momento, como si un hechizo se rompiera, la gravedad lo reclamó de vuelta. Cayó a la tierra con un golpe seco, la turbación grabada en su rostro y la impotencia en sus pequeños pies.
Desde entonces, la levitación se convirtió en un recuerdo difuso, una historia sorprendente que nadie creyó. Incluso él mismo dudaba de su veracidad, preguntándose si acaso no fue más que el sueño de una mente infantil.
Años después, Martín caminaba distraído por la calle cuando vio a un niño elevarse del suelo igual que él hacía cuando era niño. La incredulidad inicial dio paso a la nostalgia y la agitación. Se acercó al pequeño, quien lo miró con una sonrisa traviesa y le dijo: «¿Quieres volver a volar?». Martín, sin dudarlo, tomó la mano del niño y, juntos, se elevaron por encima de la ciudad, dejando atrás sus preocupaciones y pesares.