domingo, 30 de junio de 2024

No estaba muerto


Ayer pude leer mi muerte tras ser publicada en varios medios de comunicación. Decía «muere un hombre…». El comienzo del titular de la noticia me sorprendió. Cómo que muere un hombre. No era un hombre cualquiera, era yo. Cómo que ningún testigo presencial, integrante de los servicios médicos, agentes de policía, el forense, el juez o los trabajadores funerarios fueron capaces de percatarse que no era una persona indeterminada porque se trataba de mí y de mi vida. Así te mueres y ya te confunden con un muerto más, común y corriente, al que restan del saldo de los vivos. Te das cuenta entonces que has vivido para nada porque te diluyes en el lábil anonimato y en la sustancia gris del olvido.

Apenas eres un cuerpo inerte perteneces a una categoría de ser que, sin haber desaparecido ni estar vivo, no tiene otra consideración que la de un fiambre, ¿he dicho fiambre? Es la palabra que se me ha venido a la cabeza, pero podía haber mencionado no sé, difunto, fallecido, occiso, despojo…

Así que ahora resulta que soy un no vivo, un ausente colocado en la condición de organismo inactivo, de cosa inanimada que está pendiente de ser trasladada de un lugar a otro y un sujeto sin la deferencia que a mí se me tenía al saludarme, por ejemplo, o el miramiento a la hora de ser uno más en la mesa, o la interesante productividad por el trabajo que desarrollaba.

Ahora todos consideran que soy un hombre que muere, uno más entre tantos muertos, sin conciencia y sin motivos emocionales. Pues la verdad es que es una pena llegar a esto mientras el pensamiento se espesa hasta ahondarse y me quedo ahí dentro.



domingo, 23 de junio de 2024

El vestido de la boda


Érase una vez un vestido rojo con lunares blancos, de corte ajustado y escote pronunciado. Lo vio en el escaparate de una tienda de segunda mano y se enamoró al instante. Era la prenda perfecta para la boda de su mejor amiga, que se celebraría dentro de un mes. Entró en el comercio y preguntó por el precio. Era una ganga: solo diez euros. Ensayó en el probador y se miró al espejo. El atuendo le quedaba como un guante, pero no precisamente en el buen sentido. Le apretaba tanto que apenas podía respirar. Le marcaba los rollitos de la cintura, le hacía bolsas en las caderas y le acentuaba el busto hasta el punto de parecer vulgar.

—No me queda bien— se dijo con tristeza.

Pero no pudo resistirse a comprarlo. Tal vez si adelgazaba unos kilos podría lucirlo sin complejos. Se lo llevó a casa y lo colgó en su armario, como un trofeo, como un desafío.

Desde ese día se propuso hacer dieta y ejercicio para entrar en el vestido alunarado. Se apuntó a un gimnasio cercano y empezó a ir todos los días después del trabajo. Corría en la cinta, levantaba pesas, hacía abdominales y sentadillas. Sudaba como nunca y se dolía de todos los músculos. También cambió sus hábitos alimenticios: dejó de comer pan, pasta, dulces y frituras; se alimentaba a base de ensaladas, frutas, yogures y agua.

Cada semana se probaba el vestido para ver cómo le estaba. Al principio no advertía mucha diferencia y seguía sintiéndose apretada e incómoda dentro del traje. Pero poco a poco su cuerpo fue moldeándose hasta conseguir, al cabo de tres semanas abrocharse la cremallera sin dificultad y moverse con soltura, iluminándose su cara.

Su carácter perfeccionista le hizo continuar porque quería ser la más atractiva de la ceremonia, y deslumbrar a todos con su figura escultural. Así que siguió con su rutinaria dieta, ejercitándose hasta el día anterior al bodorrio.

Esa noche se lo volvió a probar por última vez y comprobó que la vestimenta le quedaba holgada, sobrándole centímetros por todas partes. Incrédula se percató que había adelgazado tanto que se había pasado de talla al perder más peso del necesario, por esa exagerada obsesión de embutirse en la vestidura colorada.

Se miró al espejo sin reconocerse en aquella mujer enflaquecida y demacrada, de mejillas hundidas y ojos tristones, con los huesos marcados bajo una piel exangüe. Se observó irreconocible y lloró con desconsuelo porque no había una indumentaria alternativa para ponerse al día siguiente, ni tiempo para arreglar aquel infortunio.

El desenlace de este cuento se ve venir de lejos porque es cuando el narrador mete el bisturí y construye una historia extractiva de sus divagaciones y extravíos, sin importarle despistar al lector, exagerando el desastre que, en la realidad, toma otro cariz muy diferente al que él idea.

De esa forma es capaz de contar que la protagonista se quitó el vestido rojo con rabia y lo tiró al suelo que, en ese instante, cobra vida propia moviéndose como una serpiente que se arrastra hacia ella, enrollándose alrededor de sus piernas como una boa constrictora y apretándose contra su cuerpo.

La mujer entonces siente que el atavío le aprieta el cuello y le impide tomar aire e intenta quitárselo con las manos, pero el tejido, demasiado fuerte y resistente, no cede. Grita y pide auxilio sin que nadie la oiga porque está en casa sola a merced de aquel trapo maldito.

En un flashback, recurso que introduce el cuentista, la hace recordar la primera vez que lo vio en la tienda y cómo se prendó del mismo. También tiene que rememorar cómo se había esforzado por adelgazar para poder exhibirlo en la boda de su mejor amiga. Pensó en todas las horas que había pasado entrenando, las comidas que había rechazado, las privaciones sufridas.

Había perdido su salud, su belleza y su alegría por culpa de aquella tela: un vestido que ahora quería matarla. Se arrepintió de haberlo comprado, de su deseo compulsivo y de obsesivo apasionamiento, en un momento que era tarde para lamentarse.

En la culminación de su desvarío, el autor escribe que la vestimenta le apretó aún más el cuello y le rompió la tráquea. La mujer dejó de respirar y cayó al suelo sin vida. El vestido rojo se soltó de su cuerpo y quedó tendido junto a ella, como una mancha de sangre sobre la alfombra.

 

domingo, 16 de junio de 2024

La realidad irreal



Estamos en el año 2024 y la profecía del Internet Muerto comienza a proyectarse como una larga sombra por todos los rincones del ciberespacio, creando una viscosa capa de alucinaciones donde toda realidad es cada vez más confusa por la producción digital que generan las máquinas. Algoritmos inverosímiles, deepfakes, telares de bots que colmatan la red con textos, imágenes y videos indistinguibles de las creaciones humanas y marginan la actividad orgánica.

Alex es un joven internauta que navega incrédulo por este nuevo paisaje digital. Su mente, entrenada en la era del internet primigenio, donde había una clara distinción entre lo humano y lo maquinal, trata de adaptarse a la nueva realidad. Sus ojos, cansados de leer artículos escritos por bots y ver vídeos manipulados por IA, anhelan la crudeza y la espontaneidad de las interacciones humanas.

Una noche, mientras explora las profundidades de la red oscura, Alex se topa con un foro clandestino. En él, un grupo de rebeldes digitales trata de preservar los últimos vestigios del internet real. Comparten herramientas para detectar robots, desarrollan algoritmos anti-manipulación y promueven la creación de contenido genuino.

Atraído por su causa se une a ellos y, bajo su tutela, aprende a navegar por el Internet Muerto como un explorador en una tierra hostil, desarrollando habilidades para identificar contenido falso, desenmascarar bots y encontrar islas de autenticidad en mitad de ese mar digital.

Junto a sus nuevos compañeros, Alex emprende una cruzada contra la IA, exponiendo redes de bots, saboteando algoritmos de manipulación y difundiendo información sobre la importancia del internet real. Su lucha no es fácil porque enfrente hay un enemigo poderoso y omnipresente, pero su determinación es inquebrantable, impulsada por la creencia de que la conexión humana, en su imperfección y belleza, es algo que es necesario preservar.

En su camino, Alex conoce a Luna, una hacker brillante y apasionada y juntos forman un equipo imparable, utilizando sus habilidades para burlar las defensas de la IA y revelar la verdad a un mundo engañado. A medida que su reputación crece, inspiran a otros a unirse a su causa, formando una red de resistencia digital que se extiende por todo el mundo.

La batalla contra la IA se intensifica y cada victoria es celebrada y cada derrota asimilada. Alex y Luna se convierten en símbolos de esperanza para aquellos que anhelaban un internet libre de manipulación y falsedad.

Su lucha no solo era por el futuro de la tecnología, sino por el alma misma de la humanidad. En un mundo cada vez más digital, la capacidad de discernir la verdad de la ficción, lo real de lo artificial, era crucial para la supervivencia de la especie.

El final de su historia se produce cuando la IA los abduce para transformarlos en este cuento narrado por un ciberbardo.

domingo, 9 de junio de 2024

‘Escriturientos’

 


 

—A ti no te pasa que cuando escribes dejas blancos en el papel que después completas.

—Sí, a veces, cuando escribo es como si armara un puzle donde hay piezas que no encajan y otras que no aparecen.

—Y qué haces entonces.

—Me tomo un par de copas.

—Para tener más agudeza mental supongo.

—No, que va, a la tercera copa, las palabras se transforman en hormigas.

—Y qué haces con las hormigas.

—Dejarlas que se ordenen solas.

―Y si no lo hacen.

—Las fumigo y dejo el papel en blanco.

domingo, 2 de junio de 2024

Cambios

 

Alberto, cercano a la sesentena, pulcro y canoso, caminaba lento por el paseo marítimo, con la mirada perdida en el horizonte de un día descolorido. El sol, tímido entre las nubes, proyectaba sus rayos crepusculares tiñendo de naranja los edificios y las copas de los árboles. Alberto suspiró. La soledad lo envolvía como una capa invisible cada vez más pesada.

 

Su vida había cambiado de ritmo desde hacía unos años. Su matrimonio, antes tabla de estabilidad y rutina, se había extinguido en un mar de reproches y desapegos. Sus hijos, dos jóvenes con profesiones liberales bien remuneradas, habían emprendido su propio camino, ahondando más la sensación de vacío y silente incomodidad.

 

Alberto, con el corazón aun latiendo por las brasas de un amor marchito, se había propuesto reinsertarse en el ámbito social. Anhelaba nuevas amistades, quizás un nuevo amor, que le permitieran llenar el vacío que habitaba en su interior. Sin embargo, pronto se topó con una realidad que lo desarmó: el mundo había cambiado, y él ya no era el centro del escenario.

 

Las mujeres, antes relegadas a un segundo plano, ahora brillaban con luz propia. Ocupaban puestos de poder, lideraban proyectos, expresaban sus opiniones sin timidez. Su voz, otrora suave y sumisa, ahora resonaba con fuerza y determinación. Alberto, por su parte, se sentía como un actor secundario en una obra donde antes era el protagonista.

 

En las citas, las mujeres conversaban con soltura sobre sus logros profesionales, sus viajes y sus sueños. Alberto, con sus anécdotas de oficina y sus planes de fin de semana, se sentía desfasado, como un fósil viviente en un mundo en constante evolución. Incluso percibía cierta mirada condescendiente en algunos ojos femeninos, como si "ser hombre" ya no fuera un valor en sí mismo, sino un concepto anticuado, tal vez hasta devaluado.

 

Esta nueva realidad lo perturbó profundamente. Comenzó a elaborar una teoría, casi una paranoia, que lo atormentaba: ante el empoderamiento femenino, muchos hombres, especialmente los más jóvenes, se plantearían cambiar de sexo para obtener las ventajas que ahora ostentaban las mujeres.

 

Imaginaba una sociedad futura donde los roles se invertían por completo. Hombres convertidos en mujeres, ocupando puestos tradicionalmente femeninos, buscando la protección y el cuidado que antes brindaban. Un mundo donde la masculinidad tradicional, con su fuerza física y su espíritu competitivo, era ridiculizada y obsoleta.

 

Alberto se sentía perdido en este nuevo paradigma. No sabía cómo adaptarse, cómo encontrar su lugar en un mundo que ya no lo reconocía. La soledad lo acorralaba cada vez más, y el miedo a la irrelevancia lo consumía como una lenta agonía.

 

Caminando por el paseo marítimo, Alberto se detuvo frente a un grupo de jóvenes que charlaban animadamente. Entre ellos, vio a un chico de cabello castaño y ojos verdes, con una sonrisa radiante que contagiaba alegría. De pronto, una idea descabellada cruzó su mente: ¿y si él también...?

 

La idea lo asustó, pero al mismo tiempo lo intrigó preguntándose si sería posible cambiar su destino, reescribir su historia, o podría convertirse en alguien nuevo, alguien que encajara en este mundo cambiante.

 

Alberto miró hacia el horizonte, donde el sol se hundía definitivamente en el mar, dejando atrás un cielo teñido de colores anaranjados y violetas. Un nuevo día estaba por llegar, y con él, la oportunidad de reinventarse.

 

Con un paso más firme, Alberto reanudó su camino, decidido a enfrentar sus miedos y a descubrir un nuevo lugar en un mundo que ya no era el que él recordaba.