domingo, 30 de junio de 2024
No estaba muerto
domingo, 23 de junio de 2024
El vestido de la boda
Érase una vez un vestido rojo con lunares blancos, de corte ajustado y escote pronunciado. Lo vio en el escaparate de una tienda de segunda mano y se enamoró al instante. Era la prenda perfecta para la boda de su mejor amiga, que se celebraría dentro de un mes. Entró en el comercio y preguntó por el precio. Era una ganga: solo diez euros. Ensayó en el probador y se miró al espejo. El atuendo le quedaba como un guante, pero no precisamente en el buen sentido. Le apretaba tanto que apenas podía respirar. Le marcaba los rollitos de la cintura, le hacía bolsas en las caderas y le acentuaba el busto hasta el punto de parecer vulgar.
—No me queda bien— se dijo con tristeza.
Pero no pudo resistirse a comprarlo. Tal vez si adelgazaba unos kilos podría lucirlo sin complejos. Se lo llevó a casa y lo colgó en su armario, como un trofeo, como un desafío.
Desde ese día se propuso hacer dieta y ejercicio para entrar en el vestido alunarado. Se apuntó a un gimnasio cercano y empezó a ir todos los días después del trabajo. Corría en la cinta, levantaba pesas, hacía abdominales y sentadillas. Sudaba como nunca y se dolía de todos los músculos. También cambió sus hábitos alimenticios: dejó de comer pan, pasta, dulces y frituras; se alimentaba a base de ensaladas, frutas, yogures y agua.
Cada semana se probaba el vestido para ver cómo le estaba. Al principio no advertía mucha diferencia y seguía sintiéndose apretada e incómoda dentro del traje. Pero poco a poco su cuerpo fue moldeándose hasta conseguir, al cabo de tres semanas abrocharse la cremallera sin dificultad y moverse con soltura, iluminándose su cara.
Su carácter perfeccionista le hizo continuar porque quería ser la más atractiva de la ceremonia, y deslumbrar a todos con su figura escultural. Así que siguió con su rutinaria dieta, ejercitándose hasta el día anterior al bodorrio.
Esa noche se lo volvió a probar por última vez y comprobó que la vestimenta le quedaba holgada, sobrándole centímetros por todas partes. Incrédula se percató que había adelgazado tanto que se había pasado de talla al perder más peso del necesario, por esa exagerada obsesión de embutirse en la vestidura colorada.
Se miró al espejo sin reconocerse en aquella mujer enflaquecida y demacrada, de mejillas hundidas y ojos tristones, con los huesos marcados bajo una piel exangüe. Se observó irreconocible y lloró con desconsuelo porque no había una indumentaria alternativa para ponerse al día siguiente, ni tiempo para arreglar aquel infortunio.
El desenlace de este cuento se ve venir de lejos porque es cuando el narrador mete el bisturí y construye una historia extractiva de sus divagaciones y extravíos, sin importarle despistar al lector, exagerando el desastre que, en la realidad, toma otro cariz muy diferente al que él idea.
De esa forma es capaz de contar que la protagonista se quitó el vestido rojo con rabia y lo tiró al suelo que, en ese instante, cobra vida propia moviéndose como una serpiente que se arrastra hacia ella, enrollándose alrededor de sus piernas como una boa constrictora y apretándose contra su cuerpo.
La mujer entonces siente que el atavío le aprieta el cuello y le impide tomar aire e intenta quitárselo con las manos, pero el tejido, demasiado fuerte y resistente, no cede. Grita y pide auxilio sin que nadie la oiga porque está en casa sola a merced de aquel trapo maldito.
En un flashback, recurso que introduce el cuentista, la hace recordar la primera vez que lo vio en la tienda y cómo se prendó del mismo. También tiene que rememorar cómo se había esforzado por adelgazar para poder exhibirlo en la boda de su mejor amiga. Pensó en todas las horas que había pasado entrenando, las comidas que había rechazado, las privaciones sufridas.
Había perdido su salud, su belleza y su alegría por culpa de aquella tela: un vestido que ahora quería matarla. Se arrepintió de haberlo comprado, de su deseo compulsivo y de obsesivo apasionamiento, en un momento que era tarde para lamentarse.
En la culminación de su desvarío, el autor escribe que la vestimenta le apretó aún más el cuello y le rompió la tráquea. La mujer dejó de respirar y cayó al suelo sin vida. El vestido rojo se soltó de su cuerpo y quedó tendido junto a ella, como una mancha de sangre sobre la alfombra.
domingo, 16 de junio de 2024
La realidad irreal
domingo, 9 de junio de 2024
‘Escriturientos’
—A ti no te pasa que cuando
escribes dejas blancos en el papel que después completas.
—Sí, a veces, cuando escribo es
como si armara un puzle donde hay piezas que no encajan y otras que no
aparecen.
—Y qué haces entonces.
—Me tomo un par de copas.
—Para tener más agudeza mental
supongo.
—No, que va, a la tercera copa,
las palabras se transforman en hormigas.
—Y qué haces con las hormigas.
—Dejarlas que se ordenen solas.
―Y si no lo hacen.
—Las fumigo y dejo el papel en
blanco.
domingo, 2 de junio de 2024
Cambios
Alberto, cercano a la sesentena, pulcro y canoso, caminaba
lento por el paseo marítimo, con la mirada perdida en el horizonte de un día descolorido.
El sol, tímido entre las nubes, proyectaba sus rayos crepusculares tiñendo de
naranja los edificios y las copas de los árboles. Alberto suspiró. La soledad
lo envolvía como una capa invisible cada vez más pesada.
Su vida había cambiado de ritmo desde hacía unos años. Su
matrimonio, antes tabla de estabilidad y rutina, se había extinguido en un mar
de reproches y desapegos. Sus hijos, dos jóvenes con profesiones liberales bien
remuneradas, habían emprendido su propio camino, ahondando más la sensación de vacío
y silente incomodidad.
Alberto, con el corazón aun latiendo por las brasas de un
amor marchito, se había propuesto reinsertarse en el ámbito social. Anhelaba
nuevas amistades, quizás un nuevo amor, que le permitieran llenar el vacío que
habitaba en su interior. Sin embargo, pronto se topó con una realidad que lo
desarmó: el mundo había cambiado, y él ya no era el centro del escenario.
Las mujeres, antes relegadas a un segundo plano, ahora
brillaban con luz propia. Ocupaban puestos de poder, lideraban proyectos,
expresaban sus opiniones sin timidez. Su voz, otrora suave y sumisa, ahora
resonaba con fuerza y determinación. Alberto, por su parte, se sentía como un
actor secundario en una obra donde antes era el protagonista.
En las citas, las mujeres conversaban con soltura sobre sus
logros profesionales, sus viajes y sus sueños. Alberto, con sus anécdotas de
oficina y sus planes de fin de semana, se sentía desfasado, como un fósil
viviente en un mundo en constante evolución. Incluso percibía cierta mirada
condescendiente en algunos ojos femeninos, como si "ser hombre" ya no
fuera un valor en sí mismo, sino un concepto anticuado, tal vez hasta
devaluado.
Esta nueva realidad lo perturbó profundamente. Comenzó a
elaborar una teoría, casi una paranoia, que lo atormentaba: ante el
empoderamiento femenino, muchos hombres, especialmente los más jóvenes, se
plantearían cambiar de sexo para obtener las ventajas que ahora ostentaban las
mujeres.
Imaginaba una sociedad futura donde los roles se invertían
por completo. Hombres convertidos en mujeres, ocupando puestos tradicionalmente
femeninos, buscando la protección y el cuidado que antes brindaban. Un mundo
donde la masculinidad tradicional, con su fuerza física y su espíritu
competitivo, era ridiculizada y obsoleta.
Alberto se sentía perdido en este nuevo paradigma. No sabía
cómo adaptarse, cómo encontrar su lugar en un mundo que ya no lo reconocía. La
soledad lo acorralaba cada vez más, y el miedo a la irrelevancia lo consumía
como una lenta agonía.
Caminando por el paseo marítimo, Alberto se detuvo frente a
un grupo de jóvenes que charlaban animadamente. Entre ellos, vio a un chico de
cabello castaño y ojos verdes, con una sonrisa radiante que contagiaba alegría.
De pronto, una idea descabellada cruzó su mente: ¿y si él también...?
La idea lo asustó, pero al mismo tiempo lo intrigó preguntándose
si sería posible cambiar su destino, reescribir su historia, o podría convertirse
en alguien nuevo, alguien que encajara en este mundo cambiante.
Alberto miró hacia el horizonte, donde el sol se hundía
definitivamente en el mar, dejando atrás un cielo teñido de colores anaranjados
y violetas. Un nuevo día estaba por llegar, y con él, la oportunidad de
reinventarse.
Con un paso más firme, Alberto reanudó su camino, decidido a
enfrentar sus miedos y a descubrir un nuevo lugar en un mundo que ya no era el
que él recordaba.
El osmólogo
Desde niño, poseía esa rara habilidad de olfatear el sexo de las mujeres. Era un don que lo acompañaba como una sombra, una forma de entende...
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«Tú no sabes lo feliz que soy amándote, aunque tú lo ignores». Las palabras resonaron en la mente de Ana mientras observaba a Marcos desde l...
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El pianista se lesionó los dedos a propósito. Quería sentir en cada tecla que pulsara belleza y dolor. Brotaron entonces las notas teñidas d...